top of page
  • Foto del escritorDulce Merce

AZOTEAS

Hoy hace mucho frío. Mucho más del que estamos acostumbrados a soportar en Madrid. Parece que estemos en la sierra con algunos grados bajo cero y no en pleno centro.

Dentro de dos horas cambiamos de mes y de año. Dentro de dos horas, gracias a Dios, terminará este año bisiesto.

Qué largo se me ha hecho, qué harta he acabado los últimos meses en los que el trabajo ha sido casi inexistente.

La última  función de teatro no tuvo el éxito que se esperaba y hace ya casi cinco meses que no piso un escenario. Después, excepto un anuncio y un par de fotos para una revista, no he hecho nada más. Menos mal que aún me queda algo de dinero ahorrado.

Mi agente me dice que no me preocupe, que el 2017 será mi año. Pero, qué queréis que os diga, cada vez estoy más convencida de que me encasillaron cuando aparecí en aquella serie y por eso ya casi no me llaman. Pocas cosas he hecho de renombre después.

De cualquier forma, no me apetece volver a la tele. Mi vida es el teatro, interactuar con el público, verles aplaudir de pie, una ovación de más de cien personas, eso es lo que hace que te levantes cada día y te dejes la piel en el escenario. La semana que viene me presentaré a otro casting más, esta vez para uno de los papeles principales. Llevo un par de semanas aprendiéndome el guión para la prueba, pero la competencia es voraz. Nacho, mi agente, dice que encajo perfectamente, pero después de tanto tiempo sin trabajar empiezo a dudar de mí misma. Además, no soy de las que abusan de las redes sociales, hecho que ya se ha encargado Nacho de recalcar en más de una ocasión. «Debes participar más en instagram», me dice siempre. Pero no me gusta y no voy a entrar al trapo, aunque él piense que me desfavorece.

Suspiro con resignación y centro mi atención en la pila con el plato y el vaso de la comida desde el mediodía.

Estoy en mi minúscula cocina de mi minúsculo piso situado a dos calles de la Puerta del Sol de Madrid. El jaleo que ya hay por el barrio se cuela por las rendijas de mis ventanas de madera repintadas. Qué manía tiene la gente de juntarse hasta parecer sardinas en lata en un espacio tan reducido; aunque con este frío es la única manera de aguantar la noche: bien juntitos para que no corra mucho el aire.

Yo no, yo prefiero mi soledad. Mi casa. No necesito a nadie para dar la bienvenida al año nuevo. Conmigo me sobro y me basto.

Es más, casi lo prefiero. He aprendido a disfrutar de mi espacio y no me gusta compartirlo con mucha gente. ¿Huraña? Puede ser. Pero la verdad es que desde que tengo un perfil público me he vuelto más celosa de mí. No me quiero compartir.

Los que solo me conocen por ser «famosilla» se me quedan mirando, interrogantes, alguno se atreve a saludarme y a felicitarme por mi trabajo, pero la mayoría cuchichea y habla a mis espaldas. No lo soporto.

Recuerdo que el año pasado por estas fechas cogía taxis para ir hasta el teatro solo por evitar este trago.

Ya no hace falta. No hay función, ni mucho dinero como para ir malgastándolo por ahí. Con lo que he ahorrado durante todo este tiempo me da lo justo para pagar el alquiler y comer todos los días. Tampoco puedo ir a casa de mis padres en Ávila porque prefiero ahorrarme el dinero del billete y las broncas con mi hermano.

Además, ¿para qué? ¿Para aparentar que somos una familia bien avenida? ¿Que nos llevamos genial y que estamos súper unidos? No, gracias. Soy actriz, pero no una falsa.

Luego les llamaré por teléfono para felicitarles el Año Nuevo, aguantaré estoicamente los lloros de mi madre y los improperios de mi padre, ¡y ya está! ¡A afrontar el año nuevo!

Cojo mi plato con un surtido de sándwiches de la famosa cadena madrileña, una botella del mejor cava que he encontrado en el supermercado de la esquina y cierro la puerta con cuidado. No vaya a ser que mi vecina me vea e insista de nuevo en que me tome las uvas en su casa.

No, gracias.

Y no es por nada, en realidad la mujer es un cielo y siempre está pendiente de mí, pero hace ya mucho tiempo que no hago el tonto con esta tradición. ¿Qué necesidad tengo de llenarme la boca de fruta y comérmela en tiempo récord? ¿Para tener suerte?

No, yo no lo veo así; la suerte hay que trabajarla día a día. Las cosas no te llegan por arte de birlibirloque, te llegan como fruto de tu esfuerzo diario. Aunque a veces ni con esas.

Subo por la vieja escalera de madera, con los peldaños desgastados por el uso y, con cuidado de no tirar mi cena al suelo, meto la mano en el bolsillo para sacar la llave de la cochambrosa puerta de la azotea. Abro con fuerza —la cabrona siempre se atasca—. Esta tarde me he dejado todo preparado. He subido una colcha vieja para el suelo, un nórdico para taparme bien, un montón de cojines y una pequeña estufa de gas.

Sí, puede que esté loca saliendo a la azotea con este frío, pero no más que la gente que se apelotona ahí abajo y que los presentadores de las cadenas de televisión que nos enseñan sus mejores galas sin protegerse del frío. Yo por lo menos estoy preparada para no morir congelada.

Enciendo la estufa, dejo la botella un poco alejada para que no se caliente y me asomo por el murete del tejado.

Riadas de personas avanzan por las calles que rodean la plaza. Suspiro, cansada de repente del ritmo de vida que me auto impuse cuando dejé el pueblo para venirme a la capital a ganarme la vida. Han sido más de diez años de locura. Diez años de aprender de mis errores, de enamorarme y desenamorarme, de grandes desengaños, pero también de grandes descubrimientos a nivel personal. Puede que los últimos meses hayan sido difíciles laboralmente hablando, puede que no me lleve bien con mi familia, pero a pesar de todo puedo afirmar que estoy contenta conmigo misma.

Me gusta esto.

Estar sola.

Es genial.

Bueno, a lo mejor parece que estoy autoconvenciéndome. Pero no es así.

Para nada.

Realmente es genial.

Cierro los ojos y dejo que el frío de la noche me invada por dentro. Así es mi vida ahora; así la quiero.

Escucho la puerta de la azotea y me giro asustada. ¿Quién osa perturbar mi paz?

El haz de luz del pasillo inunda la oscuridad de la noche y recorta una silueta. Una silueta de hombre... alto. Y lleva algo entre las manos. No tengo miedo porque sé que el portero no dejaría entrar a cualquiera y es un edificio antiguo pero bastante seguro.

—Hola —saludo a la sombra. La verdad que quisiera añadir «y adiós», pero me callo y espero que hable él.

—Hola… Vaya, pensé que no habría nadie.

—Yo pensé lo mismo. ¿Quién eres? —pregunto estrechando los ojos, intentando ver más allá del destello de luz. No es ninguno de los vecinos que conozco, eso está claro.

—Yo acabo de mudarme al segundo C, ¿y tú?

—Yo vivo en el tercero C.

Observo con atención cómo empieza a moverse despacio, avanzando hacia mí, pero con cautela. Se lo agradezco.

—Pensé que estaba vacío —comenta tras una breve pausa.

—No suelo hacer mucho ruido. ¿Acabas de mudarte? Yo tampoco he escuchado jaleo.

—Soy bastante silencioso.

Se queda parado justo enfrente; tengo que forzar la postura para poder verle la cara. Es más alto…, no. Es mucho más alto que yo. Pelo rapado, barba incipiente y, a pesar de la oscuridad de la noche,  juraría que ojos claros. Parece que tiene una complexión fuerte. Me pone un poco nerviosa su presencia, pero no a mal. Es como si cada folículo de mi piel hubiera reaccionado al verle. Es una sensación extraña y al mismo tiempo placentera.

Mira hacia mis cosas y luego se vuelve a hacia mí.

—¿Quieres que cenemos juntos? —me propone al fijarse en mis delicias de pan de molde.

No le conozco de nada, ¿y si me hace daño? ¿Y si me ha visto subir aquí sola y quiere hacerme algo?

—No te conozco. No voy a cenar contigo.

—Bueno… tú tienes tu cena. Yo la mía y está claro que los dos queríamos algo de soledad esta noche. Pero es Nochevieja. Podemos simplemente brindar por el Año Nuevo sin necesidad de decir nada más.

—¿Nada más? —pregunto frunciendo el ceño. ¿Cómo vamos a estar solo cenando?

—¿Y mantener una conversación absurda sobre el tiempo? Paso.

—Igual de absurdo es estar uno al lado del otro sin decirnos nada. Absurdo e incómodo —añado con un ramalazo de la bordería que me caracteriza.

—Bueno. Es cuestión de distintos puntos de vista.

—¿Y no has traído nada para abrigarte mientras esperas?

—No he visto la necesidad —me contesta con suficiencia.

—De acuerdo… pues si no te importa, me voy a poner cómoda.

Me coloco entre mis cojines de ikea y le observo de pie al lado del muro. De todo el edificio, yo era la única que venía a la azotea. Tomo el sol en verano y contemplo las pocas estrellas que se dejan ver en las noches de primavera. He pasado muchas tardes de invierno amarrada a una taza de té caliente oteando el resto de las azoteas de Madrid. Me daba paz. Tranquilidad.

Y ahora… Hay un intruso. Un intruso que no es tal porque esto es una zona comunitaria. Que aquí, hasta hace poco, tendía sus sábanas blancas Doña Encarnación López, la presidenta octogenaria de la comunidad, a la que yo he ayudado en más de una ocasión. Sin embargo, su presencia me incomoda… No, no me incomoda. Creo que realmente me quiere incomodar y no lo consigue.

A pesar de estar los dos como bobos sin mirarnos, ni hablarnos… ni presentarnos.

Él examinando la calle.

Yo arrebujada en el edredón.

Intento no fijar la vista en él. Intento ignorar su presencia y seguir con el plan inicial.

Cojo el plato con mi cena y empiezo a comer. Sándwich de bacon con huevo, mi favorito, otro de salami y uno vegetal.

Observo que él quita el papel de aluminio de lo que parece un bocadillo de dimensiones estratosféricas y le pega el primer mordisco.

Anda que…

Parecemos dos gilipollas.

Los dos como si el otro no existiera. Como si no estuviésemos jodiendonos la noche que teníamos planeada. Yo quería estar sola. Y si ha subido hasta aquí será porque él también había pensado lo mismo.

«A no ser que sea un asesino en serie y te haya seguido hasta aquí para matarte y descuartizarte sin que nadie se entere.»

Me estremezco y soslayo con la mirada de nuevo a mi acompañante. No… no me inspira desconfianza tampoco. Me resulta extrañamente familiar.

Su presencia. Su figura. No sé. Me da la sensación de que le he visto antes. Y no sé dónde.

«¡Pregúntale el nombre, boba!»

Pero el pensamiento se me queda ahí. Sí. Quiero hablar con él. Preguntarle cosas. Como el nombre, por ejemplo. Sin embargo me callo. Él me ha dicho que quiere cenar en silencio, pues en silencio cenaremos.

La crema de salami se me deshace en la boca y a puntito estoy de gemir. No lo hago. No estoy sola. Seguimos callados y esto no parece que vaya a cambiar.

¿Es que no tiene curiosidad por saber de mí? Porque después de esta media hora yo me muero de ganas de saber cosas de él.

Hace ya rato que se ha terminado el bocadillo, yo sin embargo todavía me estoy deleitando en mi frugal cena.

Parece guapo. Que conste que estoy juzgando con nocturnidad y no llevo mis gafas puestas. Pero desde aquí y con la luz de la noche descubro un perfil casi griego. Nariz recta, mentón marcado, porte atlético, pelo muy corto.

Se gira y me pilla en mitad de mi escrutinio.

«Mierda...»

—¿Has visto algo interesante? —suelta a bocajarro.

—Nada en absoluto —contesto en tono borde—. Tan solo a un tipo que mañana va a tener pulmonía.

Le oigo reírse, bajito, y a mí me hace sonreír.

—Tampoco hace tanto frío… —Pero en ese momento una ráfaga de aire helado procedente del norte le hace encogerse.

—¿Ya hemos terminado la ley del silencio, vecino? —pregunto con cierta sorna.

—Eres tú la que no querías cenar conmigo.

—Eres tú el que me ha dicho que hablar por hablar era absurdo.

—Sí, pero porque estabas siendo un poco cortante.

—Y tú invasivo.

Ambos nos miramos fijamente.

Sí. Es un chico guapo. Y él lo sabe.

Una nueva ráfaga de aire le hace tiritar.

—¿Vienes? —ofrezco palmeando un sitio a mi derecha, al lado de la estufa.

—¡Sí, joder!

Se sienta rápido a mi lado y noto el frío que desprende. Acaba de tirar la fachada de tipo duro por la cornisa.

—Parece que sí que hacía frío, ¿no? —digo mientras le tapo como puedo con mi edredón. Qué bien huele… ¿Qué colonia utilizará?

—Hacía un tiempo estupendo… —Se frota las manos al lado de la estufa y me carcajeo—. Hasta hace un rato.

—Ya. Claro. Lo que tú digas.

—Y dime, vecina. ¿Has traído uvas? —El cambio de tema me pilla fuera de onda y frunzo el ceño, pero enseguida me lo aclara—. Es fin de año…

—¡Ah! —exclamo como tonta—. Las uvas… Pues no; solo he traído cava. No me va mucho atragantarme ni invocar a la suerte a lo tonto.

—A mí tampoco.

Se queda mirando al frente. Ha cruzado las piernas bajo el edredón y su rodilla se roza con mi muslo. Todas mis neuronas se centran en sentirle. Su cercanía, su calor y su contacto me están licuando el cerebro.

—¿Y hace cuánto que te has mudado? —pregunto en un susurro. Estoy nerviosa.

—Una semana. ¿Y tú? ¿Llevas viviendo aquí desde hace mucho? —se gira para mirarme y sus ojos claros me hipnotizan. Parezco gilipollas. —Unos cuatro años —vuelvo a susurrar y me doy cuenta de que parezco quinceañera. Carraspeo y meneo un poco la cabeza—. Cuatro años.

Él asiente y vuelve a mirar al frente.

—Te vi el año pasado.

Su afirmación me deja noqueada. ¿Me vio? ¿Dónde me vio? ¡A ver si va a ser un psicópata de verdad!

—No entiendo…

—El año pasado. En la obra de teatro, en el Lara. Llevé allí a mi madre por su cumpleaños.

—Claro. Qué tonta. —Me sale una risilla histérica, ¿dónde me iba a haber visto si no?

—Estuviste genial.

Me paralizo de nuevo. Su rodilla. Su olor. Su calor bajo el edredón.

El griterío que empieza a escucharse cada vez más alto me hace volver aquí. Es la noche de fin de año y estoy en la azotea de mi edificio. Van a ser las doce.

Petardos. Vuvuzelas. Fuegos artificiales que empiezan a iluminar el cielo madrileño. Tendría que estar prestando atención. Tendría que estar admirando todo desde mi posición privilegiada; observar los tejados, el ambiente, participar en la celebración desde la distancia.

Sin embargo todo ha pasado a un segundo plano. Ahora mismo solo quiero centrarme en él.

—¿Cómo te llamas? —quieren saber mis labios; no estoy segura de que mi cerebro haya mandado esa orden a mis cuerdas vocales.

—Manuel. Manuel Rodríguez —se presenta extendiendo una enorme mano frente a mí.

—Encantada de conocerte Manuel. —Se la estrecho y por un nanosegundo todo se paraliza.

—Más encantado estoy yo, Raquel.

—¿Sabes mi nombre? —El corazón amenaza con escaparse por la boca de un momento a otro y yo no sé cómo frenarlo.

—Claro. —Me guiña un ojo. Yo me pongo colorada—. No te pienses que soy un fan insoportable, por favor. Me ha costado reconocerte al principio. Pero eres tú, Raquel Jiménez, la nueva promesa del teatro español.

Abro los ojos como platos y dejo de mirarle. Me estoy muriendo de la vergüenza.

—No exageres.

—No lo hago.

Me mira. Es intenso. Todo él. Todo esto.

Apenas puedo escuchar la bola del carillón descender con su archiconocida melodía. No soy consciente del din don de los cuartos. Ni escucho las doce campanadas.

Solo él y yo en la azotea de nuestro edificio, compartiendo aire y suelo.

Solo él y yo en la oscuridad de la noche, ignorando los pitos y gritos a los que hacía referencia la canción de Mecano.

Él. Manuel.

—Feliz Año Nuevo —murmura sin dejar de mirarme.

—Feliz año…

Observo cómo mira mis labios y yo los humedezco.

«Bésame...», pide mi subconsciente atolondrado. Sin embargo yo me separo, pensando que es un extraño y que nunca he compartido fluidos con nadie que no conociera un poco más.

—¿Brindamos? —ofrece él. Yo asiento sin más.

Unas extrañas mariposas en el estómago me hacen fantasear. No las quiero dejar. Ahora mismo, sin trabajo y sin demasiada gente de confianza, soy demasiado vulnerable. No creo que soportara un nuevo engaño, o que se volvieran a aprovechar de mí o de mi nombre.

—¿Sabes? —continúa diciendo mientras descorcha las dos botellas de cava que tenemos, ya que vamos a beber a morro porque no hay copas y parece ser que él tampoco es de compartir fluidos con desconocidos—. Te iba a llamar pasado mañana por teléfono.

—¿Cómo...? —voy a soltar un exabrupto, pero el sonido del corcho y la espuma empapándole las manos me hacen callar.

—¿No sabes quién soy?

—¿Mi vecino nuevo?

—Sí. Y tu nuevo jefe. Tenía programado un casting contigo la semana que viene y había pensado adelantarlo. Te quiero en la obra. Te quiero como actriz principal.

—No puede ser… —Empiezo a negar, totalmente incrédula ante la noticia que me acaba de dar. Entonces, como si tuviera el guión adaptado delante, recuerdo la primera página del escrito. DOÑA INÉS (Adaptación de Manuel Rodríguez)—. JO. DER.

Por eso Nacho insistía tanto en que este iba a ser mi año. Seguro que él ya sabía algo.

Me ofrece mi botella y se queda él con la suya.

—¡Por tu próximo casting!

No respondo. Sigo en shock. Levanto mi bebida para afirmar el brindis y bebo a morro.

Por fin…, por fin ha cambiado mi suerte. Otro trabajo en el teatro. Y un principal además. Los ojos se me llenan de lágrimas y una sonrisa que me nace de lo más profundo de las entrañas se expande por mi rostro.

Vuelvo a levantar mi botella.

—Por la buena suerte. —Mi voz sale casi engolada, pero es el nudo que tengo en la garganta que no me deja hablar muy bien.

—Por tu trabajo —añade.

Quién me iba a decir que en un año me iba a cambiar tanto la vida. Que iba a dejar a tanta gente por el camino. Inspiro con fuerza.

«Habrá que darle una oportunidad a este año nuevo.»

28 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page