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Foto del escritorDulce Merce

Dulce Melodía

Eran las ocho de la mañana cuando entré en el metro aquel primero de octubre.

Se me habían olvidado los cascos en casa y empecé a renegar en cuanto me di cuenta. Nunca me metía en un transporte público sin cascos... Se me ponía mal cuerpo. Toses, gritos, conversaciones ajenas y risas  que resultaban desagradables a determinadas horas del día.

Salí del vagón en Avenida de América y me dejé llevar por la marea de gente. Caras dormidas, empujones, olores, ruido. Mucho ruido. Volví a quejarme por mi falta de memoria.

¡Y eso que no tenía mucho más que pensar! No tenía la excusa de: «mi marido o mis hijos me estaban volviendo loca antes de salir de casa». Lo cual era más patético todavía. Tenía más de treinta años, vivía sola y no era capaz de realizar un cambio de bolso sin dejarme la mitad de las cosas en el otro.

Bufé mientras subía las escaleras mecánicas hacia la Línea 4 cuando lo escuché por primera vez.

Era una melodía tan bonita, tan... triste... Según avanzaba por los pasillos recordé que pertenecía a la banda sonora de Amelie,  solo que yo la había escuchado para piano y lo que sonaba no era para nada un piano. Juraría que era un violonchelo lo que estaba escuchando y sonreí sin poderlo evitar. Me encantaba su sonido.

Fue entonces cuando lo vi, allí, en el centro del gran mosaico que decoraba la entrada de esa estación, estaba él, tocando el instrumento con los ojos cerrados.

Fue su rostro contraído, la forma de sujetar el objeto y la pasión con que lo hacía sonar lo que hizo que me parara frente a él rebuscando en el bolsillo pequeño de mi pantalón una moneda. La eché en la vieja funda de piel y al escuchar el tintineo me miró, sin perder el ritmo.

Tenía los ojos negros más bonitos que había visto en mi vida. Unos ojos que al mirarte traspasaban tu cuerpo hasta llegar a tu alma, y se quedaban allí... acariciándola.

—Muchas gracias, señorita. Que pase un buen día —me dijo con un marcado acento catalán.

Y sonrió...

Y le sonreí.

Cuando llegué al trabajo, Charo me sometió al tercer grado. Me decía que era imposible que hubiera llegado tan radiante a la oficina sin haber tenido por fin una loca noche con alguien digno de mención. Lógicamente me reí a carcajadas, la llamé cotilla y me senté en mi escritorio con una sonrisa tonta en la cara. La imagen de ese chico creando música, de sus ojos, de su sonrisa, ocupó en mi mente toda la jornada laboral.

Me imaginaba que ese chico, más joven que yo seguro, podría tocarme a mí como si fuera el violonchelo: con suavidad, lentamente... sin perder el ritmo.

Cuando llegué a casa esa noche, después de hacer la compra en el super, me fijé en el bolso que tenía encima de la mesa, con el cable de los cascos medio enredado en la correa. Negué con la cabeza volviendo a recordar aquellos ojos negros, aquel abundante y largo pelo moreno, aquella sonrisa... y sus manos. La manera que tenía de hacerlas bailar sobre el traste, el modo en el que sus dedos apretaban cada cuerda. Aquella noche cuando me dormí en la soledad de mi cuarto, le soñé.

Al día siguiente no me dejé los cascos en casa, pero no me los puse.

Avanzaba por las escaleras del metro con un poco de ansiedad porque no sabía si le volvería a ver o no... Eso es lo malo de los músicos ambulantes, un día están en Avenida América y al siguiente en Nuevos Ministerios.

Pero no.

No había cambiado de estación.

Escuché el primer acorde al doblar la esquina camino a la Línea 4. Y allí, en el mismo lugar, en la misma posición pero tocando una melodía distinta, se encontraba mi músico.

Aflojé el paso al subir por la escalera mecánica, a pesar de las protestas de los metroandantes, y me paré frente a él dispuesta a escucharle durante un rato. Fue un momento tan... intenso. Levantó la vista sin dejar de tocar y conectó su mirada con la mía. Sonrió y yo me derretí. Literalmente.

Tocaba para mí... o al menos eso es lo que quería creer. Probablemente  tendría a un montón de chicas de su edad, desesperadas y babeando por él, y no prestaría atención a una de tantas.

Era tan guapo y sus movimientos tan sensuales que me sumergí en una peligrosa espiral de sensaciones; sensaciones prohibidas, sensaciones que permanecían dormidas en mi sistema desde hacía tiempo.

Dejó de tocar con suavidad, rasgando las cuerdas del instrumento con el arco como si le estuviera haciendo el amor; por eso cuando terminó la pieza y siguió mirándome fijamente a los ojos, fue como si me acabara de despertar de un sueño erótico del que él hubiera sido protagonista... y testigo. Lo observé avergonzada, dejé un euro en la funda de piel y me largué de allí con paso apresurado.

Después de ese día estuve dos semanas sin encontrarlo de nuevo. Dos semanas en las que, cada día que pasaba, iba perdiendo la esperanza de volverlo a ver..., a escuchar. Así que regresé a mi rutina, a ponerme los cascos y a dejarme llevar por la marea de gente que se encaminaba hacia cualquier lugar.

Pero, una vez pasaron esas dos semanas, lo vi. Estaba en el lugar de siempre, en el pasillo que comunicaba la Línea 6 con la Línea 4, al lado del mosaico, solo que en esta ocasión no estaba tocando. Permanecía de pie, al lado de la funda sin abrir de su violonchelo, con las manos metidas en los bolsillos y observando a la gente.

Hasta que me localizó.

Me di cuenta de cómo me miraba, intentando asegurarse de que era yo la que se estaba acercando a él, de cómo me sonreía, como si acabara de alegrarle la mañana. Sacó una mano del bolsillo y me saludó en un gesto tímido.

Mi corazón parecía un caballo desbocado e ignoraba mis intentos por permanecer tranquila.

—Buenos días —me dijo, guiñando un ojo. —Hola... —contesté sin poder borrar mi gesto contrariado. —Sé que te sonará... extraño, pero me preguntaba si te tomarías un café conmigo.

Estaba segura de que mis ojos parecían huevos duros a punto de caerse de mis cuencas. A ver... No era como si nunca antes me hubieran invitado a un café, no. Era el hecho de que «ese» chico me estaba invitando a mí a tomar café. Chico que rondaría los veinticinco y que era más joven que yo.

—Pero llego tarde al trabajo... Voy ya con retraso... —contesté como pude, teniendo en cuenta que la garganta permanecía completamente cerrada. —Entiendo... Y... si mañana llegas media hora antes, ¿te tomarías ese café?

Cuando me dijo eso me paralicé. Él me miraba fijamente a los ojos esperando una respuesta, aunque así lo que estaba consiguiendo era que perdiera la capacidad de hablar. Menos mal que la neurona lista hizo contacto con el resto de terminaciones nerviosas y conseguí moverme. Mejor aún... Pude responder un apenas audible «Claro».

Ese día pasó lento.

Charo empezó a meterse conmigo porque no atinaba una, pero me dio igual, porque mi mente no estaba concentrada ni en lo que dijera ella ni en la página Excel que tenía frente a mí. Lo único que podía pensar era que había aceptado tomar un café con un tío que no conocía de nada y que no tenía miedo de lo que pudiera pasar. Bien podría ser un psicópata o un asesino en serie, pero eso no era algo que realmente me preocupara. Había algo, llámalo energía, aura o sexto sentido, que me hacían tener la certeza de que no me iba a pasar nada malo.

A la mañana siguiente me levanté temprano, dos horas antes para ser exactos. ¡Estaba histérica! Me cambié tres veces de ropa y me recogí y solté el pelo otras tantas.

Opté por no maquillarme más de lo que lo hacía normalmente para ir a trabajar porque tampoco quería parecer desesperada... Aunque eso es lo que estaba. Totalmente desesperada por volver a verle, por llegar a conocerle, por hacer algo nuevo, salir de la rutina en la que mi vida se había sumido. Por sentir esas extrañas cosquillas en el estómago.

Me esperó en el mismo sitio, en la misma postura y con la compañía de su viejo violonchelo. Cuando me vio, me saludó de la misma manera tímida y estiró el brazo, invitándome a salir hacia el intercambiador para tomarnos un café en la cafetería de la estación.

Lo seguí, en principio en completo silencio, pero después... Después todo rodó solo.

Aquella mañana descubrí que en realidad no tenía los ojos negros sino castaños, que a mi lado era mucho más alto de lo que parecía sentado y con el violonchelo entre sus piernas, que olía a ropa limpia y a jabón. Que estaba mucho más guapo con la barbita de tres días que sin ella... Y que se llamaba Quim. —¿Eres catalán? —pregunté cuando por fin nos presentamos antes de sentarnos en una de las mesas del bar de la estación. —Sí. De Barcelona. ¿Y tú? ¿Eres de Madrid? —respondió él levantando el brazo para llamar al camarero. —Bueno... En realidad nací en Venecia. Pero llevo aquí desde los dos años. —Guau... Italiana. —Sí... Aunque para ser exactos soy mitad francesa y mitad española. Venecia solo fue un lugar de paso. No sé italiano ni nada de eso —empecé  a contar sin poder poner el freno. Hablando sin saber muy bien si a él le interesaba lo que le estaba contando o no. —Entonces deduzco que sí sabes francés… —dijo con gesto amable; yo solo pude responder asintiendo a la vez que centraba mi atención en las manchas resecas de la mesa.

Levanté la cabeza cuando noté la presencia del camarero a mi derecha y pedimos dos cafés, en vaso y con leche fría. Ante la coincidencia, nos pusimos a reír. —Yo llevo cinco años en Madrid. Vine para estudiar música, aunque las cosas no salieron como yo pensaba. —Vaya... Lo lamento —dije cortada, sin saber muy bien qué responder. —No pasa nada. Soy feliz así. —Pero... —Sin peros. Hago lo que quiero. Vivo como quiero. No tengo a mi familia conmigo pero tengo amigos, hermanos del alma, que me ayudan a sobrellevar el día a día. —Me sonrió de nuevo y yo me perdí en su rostro, en sus ojos oscuros, en él. —Vaya... Pues me alegro... ¿Sabes? No es fácil encontrar hoy en día a alguien que te diga abiertamente que es feliz. —Me callé y me quedé pensando en mi vida. En mi tediosa, monotemática y aburrida vida... ¿Yo era feliz? No, no lo era.

Quim no dejó de sonreír ni un momento. Desprendía una energía tan... blanca, transmitía tanta paz, que no podía hacer nada más que mirarlo, absorta, grabarlo a fuego en mi mente para poder recordarlo con exactitud más tarde.

Por primera vez en mucho tiempo me encontraba a gusto. Algo significativo teniendo en cuenta que era un completo extraño. Un músico ambulante al que solo había visto un par de veces.

Bebí un sorbo del café y observé cómo él me imitaba.

—¿Por qué, Quim? —pregunté después de tragar, directa, porque no he sido nunca de dar muchas vueltas a las cosas— ¿Por qué me has invitado a este café? Él, que en ese momento intentaba dar otro sorbo, se paró, dejó el vaso en el platito y estrechó los ojos, como si intentara leer mi mente. —Porque, aquél día, yo también lo sentí.

Abrí los ojos como platos, ¿lo sintió? ¿Qué fue lo que sintió? Agaché mi mirada sintiendo que el rubor se había apoderado de mis mejillas y me levanté de la silla.

—Espera —dijo él—. ¿Qué haces? ¿Dónde vas? —Esto ha sido un error —musité con rapidez, cogiendo mis cosas al mismo tiempo que buscaba una moneda de dos euros en el bolsillo de mi chaqueta. Cuando la encontré, la tiré de mala manera en la mesa y salí corriendo, sin mirar atrás.

Lo escuché llamarme por mi nombre, pero no me giré. No podía. Sentía como si me hubieran desnudado delante de un montón de gente. Sentía... vergüenza. Por lo que él pudiera pensar de mí, porque me había sentido expuesta, porque me había tomado por sorpresa. Yo había tenido pensamientos para nada puros con él y con sus manos y él..., ¿lo había sentido?

Al día siguiente escuché su música antes siquiera de verlo a él. Ya había cogido la costumbre de no ponerme los cascos al hacer el transbordo en Avenida de América. Una dulce melodía, interpretada por un violonchelo, inundaba los pasillos del metro.

No doblé la esquina. Me entró miedo, pánico, a enfrentarlo, a no saber qué decir, a quedar como una idiota por haber malinterpretado sus palabras o, lo que era peor, por haberlas interpretado bien. Esa vez tomé un camino más largo, atravesando todo el andén central de la Línea 6 para salir por el otro lado.

Llegué a la oficina tarde y Charo me miró preocupada, aunque tuvo el buen tino de no preguntarme qué me había pasado nada más llegar; no le habría contado nada de todas formas. Esperó a que llegara la hora del descanso y me asaltó.

—¿Me vas a decir qué te pasa? —preguntó en cuanto nos sentamos en la mesa de la cocina para comernos la fruta, ritual que habíamos adquirido con el tiempo. Me callé de primeras, mordiendo una manzana y masticando despacio, dándome tiempo así a meditar mi respuesta. —En realidad... no me pasa nada —dije yo, intentando negar la evidencia. —No me fastidies,  Alma, que nos conocemos, desde hace años ya, y a ti te pasa algo. —La miré a los ojos mientras mordía la manzana de nuevo. —Es que, realmente, no ha pasado nada... Aunque quizá... podía haber pasado... —me quedé callada de nuevo, masticando despacio. No se me iba de la cabeza su cara, su boca cuando me dijo que él había sentido lo mismo. La forma en la que me miró... queriendo leer mis reacciones. —Alma, cariño... solo estamos a martes, nos quedan ocho meses para las vacaciones... no te pongas ahora en plan trascendental y mística porque no te aguanto. —Miré a Charo y me reí. Tenía razón. —Perdona Charo, no quería tocarte las narices.

En diez minutos la puse al día. Me dejó hablar, y cuando terminé con el episodio de esa misma mañana ella se levantó, tiró las mondas de sus mandarinas en la papelera y me miró fijamente antes de soltar:

—Tú eres gilipollas. — Sí ya sabía yo... —Me levanté a tirar yo también los restos de mi manzana y salí de la cocina. —¡Es que no lo entiendo! —dijo persiguiéndome hacia nuestro sitio. —Es que no hay nada que entender. —Pues yo, chica, qué quieres que te diga, si un chico, guapo, simpático y con esa habilidad en las manos, me invita a tomar algo, yo no lo dudaría. ¡Estaría deseando conocerle! —¡Y estoy deseando conocerle! Pero... me sentí muy incómoda, Charo. No lo conozco y, sin embargo, cuando me mira parece que me ve... me ve a mí. Como si lleváramos años compartiendo nuestros días, como si… como si se adentrara en mi mente. —Me dejé caer en la silla y apoyé mi cabeza en mis manos—. Como si pudiera leerme como un libro abierto. —Alma... —escuché a mi amiga detrás de mí, noté cómo acariciaba mi espalda—. Desde que trabajas aquí has cambiado mucho. Te has apagado. ¿Sabes? —preguntó mientras pegaba su silla a mi lado y se sentaba—. Cuando te vi el primer día de trabajo desprendías tanta luz que pensé que contigo aquí todo sería distinto. Pero en lugar de iluminar este... zulo, pasó al revés. Te fuiste apagando. —Empecé a llorar al escuchar sus palabras, porque tenía razón. Porque empecé a trabajar allí con muchas ganas y mis jefes se encargaron de fulminarlas a base de órdenes contradictorias, de promesas incumplidas, de cargarme con responsabilidades que no me correspondían y de ningunearme en más de una ocasión—. Pero estos días tus ojos vuelven a brillar, chiquilla. Solo por eso, merece la pena que vuelvas a quedar con ese chico, que compartas otro café y que te dejes llevar.

Después, empujó su silla y se volcó en sacar el trabajo de la mañana sin hablar de ese tema de nuevo. Así era Charo. La tía más clara y con más empatía que me había echado a la cara.

Pensé en todo lo que me había dicho y, aunque tuviera razón, seguía muriéndome de la vergüenza solo con pensar en encontrarlo de nuevo. Porque había fantaseado con que sus manos tocaba mi cuerpo desnudo y porque él me dio a entender que se había dado cuenta... pero, ¿y si yo estaba equivocada? ¿Y si él se refería a otra cosa? Además, mi compañera tenía razón; desde que escuché su música, mi aburridísima vida había recuperado un poco de luz. Entrar en el metro, llegar a Avenida de América, me hacía sentir viva.

Cuando aquella tarde salí de la oficina mi corazón iba a mil por hora. No iba a tomar el camino más largo, estaba decidida a pasar por allí,  y si me lo encontraba... bueno, improvisaría.

Pero cuando llegué al mismo sitio de siempre allí no había nadie. Continué mi camino a casa enfurruñada, pensando que había perdido mi oportunidad. Fui muy dura conmigo misma, me puse de tonta ingenua para arriba y me fui a la cama sin cenar.

Lógicamente no me dormí tan pronto. Mi cabeza daba vueltas y vueltas sobre lo mismo. Lo que pasó en aquella cafetería, la melodía que sonaba esa misma mañana, la misma que me prendó y que me hizo pensar en sus manos en mi cuerpo.

Pensé también en lo que Charo me había dicho, en cómo había cambiado mi vida, cómo me había envuelto en la tristeza de llevar una vida que no quería. Pensé mucho y dormí poco, pero tomé una decisión: no volvería a desviar mi camino por no verlo. No me boicotearía más a mí misma. Y cuando me desperté lo hice con una sonrisa, dispuesta a enfrentarme a lo que fuera que me deparara el destino.

Cogí mis cascos, escogí el último disco de Mando Diao en la lista de reproducción del móvil y me encaminé al metro. Estaba nerviosa y, por más que me infundía ánimos, seguía indecisa. Quería llegar a hacer el transbordo y al mismo tiempo no quería ¿Y si no estaba? O lo que era peor, ¿y si estaba y no me hacía caso?

Se abrieron las puertas del metro y me quité los cascos. Tomé aire y realicé el mismo camino que había hecho todos los días desde hacía cinco años, rezando porque él estuviera ahí, en el mismo sitio de siempre.

Subí el primer tramo de escaleras y cuando comencé a subir el segundo le escuché. Tocaba algo de Bach, no recordaba el nombre de la pieza.

Pero me sorprendió no encontrarle en el mosaico, sino mucho antes, en el pasillo previo al tercer tramo de escaleras. Me paré en seco.

Quim miraba en mi dirección; me reconoció enseguida. Sonrió y dejó de tocar rasgando las cuerdas con fuerza para llamar mi atención, y de paso la de la gente que caminaba hacia sus trabajos como almas en pena. Se acomodó en la silla, cerró los ojos y colocó su mano izquierda en el traste; empezó a tocar una conocida canción de Keane, Somewhere only we know, y me dejó sin respiración. ¿Me la estaba dedicando? ¿Quería volver a quedar conmigo?

Avancé despacio hacia él, embobada, mientras ejecutaba la pieza con una perfección absoluta. Hasta que abrió los ojos y volvimos a tener esa conexión, volví a sentir sus manos sobre mi cuerpo, volví a sentirme expuesta frente a él. Mi respiración se volvió más agitada y un calor abrasador empezó a recorrer mi cuerpo.

No lo pude soportar, mordí mi labio y retiré por un momento la mirada para romper esa especie de fuerza de gravedad que habíamos creado, porque sospechaba que él tenía el don de llegar a los rincones más oscuros de mi mente y no quería que se descubriera a él allí. Busqué una moneda en mi monedero y, cuando ya faltaba poco para concluir la pieza, la lancé en la funda de piel ante el ceño fruncido de mi músico.

Levanté mi mano y la puse en el corazón. Le sonreí tímidamente y señalé después mi reloj. Asintió imperceptiblemente, como si me entendiera, y yo se lo agradecí con una sonrisa mucho más abierta antes de girarme y volar hacia la Línea 4.

Charo se volvió a enfadar conmigo, porque no entendía cómo había puesto la excusa tan recurrente del trabajo.

Pero no era una excusa. O sí... Quizá tenía miedo, miedo a ilusionarme, a volver a sufrir, a sentir que volvía a arriesgar todo para nada. Quizá aun no había superado mi ruptura con Iván, mi novio de siempre, con el que empecé a salir en el instituto, con el que me compré el piso, con el que me mudé… y el que después de llevar juntos ocho años, se dio cuenta de que no me quería.

Sí, podría decirse que lo del trabajo había sido una excusa y que realmente tenía un poco de miedo a tirarme a la piscina de cabeza en algo así tan... tan visceral. Porque un chico que miraba, y sonreía de esa manera, que movía las manos y los dedos con tanta precisión y delicadeza, no iba a ser calmado. Y si bien mi cuerpo me pedía a gritos que volviera al metro, que me sentara sobre él y que le besara como si no hubiera mañana, mi cabeza me imploraba lo contrario. Mesura… me decía una y otra vez.

Al día siguiente mis piernas avanzaban por los pasillos de la estación como auténtica gelatina. Ni siquiera me había colocado los cascos del estado de nervios en el que me encontraba. Subí el primer tramo de escaleras mecánicas y le escuché. Parecía que se acercaba cada día más, como intentando averiguar cuál era mi dirección, cuál sería el lugar por el que yo llegaría. Sonaba Moonlight de Beethoven, y era simplemente... perfecta.

La gente se paraba a su alrededor, le echaba monedas y se quedaba un rato observándolo, y es que, aparte de que tocaba de fábula, él irradiaba una energía, desprendía una luz interior tan especial en cada movimiento, que era imposible que no despertara la curiosidad del resto del mundo. Me paré frente a él y, cuando fue consciente de mi presencia, dejó de tocar.

—Hola… —me dijo él, con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía el pelo negro un poco largo y se colocó un mechón detrás de la oreja. Yo le repetí el gesto. —Hola, Quim —contesté a media voz. —¿Hoy te quedarás hasta el final? —preguntó inclinando levemente la cabeza sobre el traste. Mi corazón se saltó dos latidos y medio antes de volver a bombear como loco. Miré el reloj y asentí.

Era hipnótico observar sus movimientos, cómo giraba sus hombros para destensarse, cómo colocaba sus dedos presionando las cuerdas, cómo posicionaba el arco para empezar la melodía.

Abrí los ojos como platos al descubrir en las primeras notas una versión de una canción de mi grupo favorito: Fix You de Coldplay. El tiempo se detuvo, la gente que nos empezó a rodear, atraída por el sonido de su música, dejó de existir, el ruido del metro, la estación, el mundo entero simplemente se evaporaron. Sólo estábamos él, yo… y su música.

No sabría decir el tiempo que estuvimos mirándonos, él tocando, yo de pie… ni cuánto tiempo estuve quieta frente a él una vez dejó de tocar. Solo sé que estaba llorando, por la canción, porque conocía la letra, por lo que él me transmitía, ¿sería posible que pudiera conocerme de esa manera?

Cuando volví en mí quise rebuscar en mi bolso el monedero, pero él se levantó, casi tropezando con la aguja del instrumento, y me cogió la mano para detenerme. Lo miré un poco sorprendida ante el gesto y él negó.

Me quedé congelada absorbiendo su contacto, me hormigueaba la piel, se me calentaba la sangre. Me retiré casi sin darme cuenta, y es que si seguía así sería muy capaz de cometer una locura. Me gustaba. Ese chico me gustaba mucho y yo no sabía cómo volver a gestionar mis sentimientos. Quería dejarme llevar como me había sugerido Charo... pero me estaba costando muchísimo.

—Me tengo que ir... —me excusé mientras me giraba dispuesta a subir las escaleras mecánicas. —¿Otra vez el trabajo? —preguntó él un poco cortado ante mi gesto tan brusco. —Claro... llego tarde... —intenté sonreír de corazón pero no me salió.  Aún tenía mis ojos húmedos de la emoción por escuchar esa interpretación, y un montón de sentimientos encontrados luchaban a puñetazo limpio en mi mente. Me gustaría dejarme de excusas, como decía Charo, pero no podía. No me atrevía.

A la mañana siguiente no sabía si quedarme en casa y hacerme la enferma, o afrontar mi encuentro con el chico que me quitaba el sueño… porque, las cosas claras, me lo quitaba desde hacía tiempo. Paseaba por el pasillo de mi casa, de un lado a otro, mordiéndome las uñas y pensando en los pros y en los contras de una posible cita con él. Como pros estaban… bueno, llevaba mucho tiempo sin estar con un  chico. Los contras eran más; ese chico me podía llegar a gustar de verdad. Yo me enamoraba con mucha facilidad, y estaba convencida de que una simple caricia suya podría llevarme al cielo. Por lo tanto me podría hacer mucho daño… y por lo tanto podría convertirme en una persona aún más gris de lo que era ahora.

Dejé caer la cabeza sobre la puerta de la entrada y cerré los ojos con fuerza, procurando así aclarar las ideas. Era absurdo… me había convertido en una cobarde. Era viernes y o le decía algo ese mismo día, o corría el riesgo de que en el fin de semana encontrara algo mejor que hacer que dedicarme canciones.

Tomé aire, cogí mi pashmina favorita, metí los cascos dentro del bolso y me aseguré de llevar mis pulseras de la suerte. Tenía que hacer algo. Tenía que dejarme llevar como hacía antes de que todo se viniera abajo, tenía que... vivir.

Caminé con decisión hasta el metro, intentando eludir el nudo que me estaba estrangulando la boca del estómago. Nada más abrir las puertas del vagón en Avenida América, le escuché y una carcajada brotó de mi interior. No lo podía creer… si seguíamos a ese ritmo en una semana más le tendría tocándome serenatas a la luz de mi ventana. Estaba interpretando de nuevo a Bach, era una pieza muy conocida, una de las sonatas; subí el primer tramo de escaleras mecánicas y lo vi; estaba en pleno cruce, volviéndose loco mirando a un lado y a otro para ver por dónde aparecería. Hasta que me vio y una sonrisa iluminó su rostro.

Me acerqué y me planté frente a él, invitándole, sin decir nada, a tocar una nueva canción. Quim aceptó el reto, paró abruptamente su interpretación de una pieza clásica e hizo el mismo ritual que el día anterior, cerró los ojos, giró los hombros y colocó de nuevo las manos sobre el instrumento. Las notas de Wake me up de Avicii empezaron a salir de las cuerdas del violonchelo, la melodía rebotaba contra las paredes creando un eco mágico. La gente empezó a pararse atraída por la música tan animada; era viernes, Quim estaba interpretando de manera impecable uno de los últimos éxitos de la radio y se notaba que la gente quería fiesta. Pero el momento no duró mucho, ya que cada persona que pasaba se paraba, formando poco a poco un tapón en ese cruce de pasillos tan estrecho; tres minutos exactos fue lo que tardó en llenarse y medio minuto más lo que tardaron en aparecer los de seguridad.

Cuando los vi llegar, la verdad, pensé que Quim saldría corriendo para que no le quitaran las monedas que había ganado esa mañana, pero no fue así. Les enseñó su licencia de músico callejero y ellos le invitaron a que buscara otro sitio donde molestara menos. La gente alrededor abucheaba a los guardas y le aplaudían a él. Y Quim daba las gracias y hacía reverencias con gran estilo. Mi corazón se estrujó un poquito.

—¿Quieres tomar un café? —pregunté mientras él recogía. —Claro aunque… ¿Hoy no trabajas? —contestó él con el ceño fruncido. —Sí, pero hoy puedo llegar más tarde. —En realidad no podía llegar más tarde, pero no había faltado en cinco años a mi trabajo ni cuando estaba resfriada, por un día que llegara tarde… Además, Charo me cubriría seguro.

Recogió las monedas de la funda de piel, guardó el instrumento con sumo cuidado y nos dirigimos a la cafetería del intercambiador.

—Siento mucho haberte asustado la otra vez, fui un imbécil —me dijo en cuanto tomamos asiento. —En absoluto, la imbécil fui yo por salir corriendo. Lo lamento —confesé concentrada de nuevo en las manchas de la mesa. —Hey… mírame… —me pidió levantando mi barbilla con sus largos dedos; mi piel le echó de menos en cuanto retiró de allí su mano—. Lo sentimos los dos, empezamos de cero los dos… ¿de acuerdo? —De acuerdo. —Bien… Hola, me llamo Quim, soy catalán, músico y vivo en un piso compartido con otros tres chicos a cual más extraño. —Y cuando terminó extendió la mano frente a mí para presentarse. —Hola, me llamo Alma, soy italo-hispano-francesa y llevo en Madrid desde los tres años. Soy auxiliar administrativo en una asesoría fiscal —dije yo, ampliando un poco la información que ya sabía de mí. —¿Asesoría?... Vaya… Suena aburrido… —Lo es. Mucho además. —Pues no tienes pinta de asesora. — Le miré, esperando que continuara hablando, que me dijera de qué tenía pinta, porque a mí ya se me había olvidado. —¿Y de qué tengo pinta? —pregunté un poco más cómoda en su presencia. No quería quedarme con la duda. —Pues... de cualquier cosa que no te tenga encerrada en un despacho.

Reí sin ganas. Hubo un tiempo en el que mi sueño era ser bailarina y lo dilapidé porque según mis padres y el propio Iván necesitaba algo que pagará mis facturas. Así que mis clases de baile pasaron a ser un hobby en lugar de un entrenamiento. Estudié derecho, me gradué y me metí con mucha ilusión en la asesoría del padre del amigo de un amigo. Adiós sueños, hola triste rutina.

—Yo quería bailar —confesé sin saber muy bien por qué. —¿Y por qué no lo hiciste? —preguntó. —Creí que no era lo suficientemente buena. Mi padre me convenció de que, o era la mejor, o no podría independizarme en la vida. —Ya veo... —dijo pensativo—. ¿Y ya te has independizado? —Sí, claro —contesté sin saber por dónde iba su pregunta. —¿Con tu novio? —Sí..., pero ya no hay novio. Aunque me independicé con él. —Ya veo... ¿Y por qué no lo intentas ahora?

¿Por qué no lo intentaba? ¿ser bailarina? Ni se me había pasado por la cabeza.

—No es tan fácil. Ya soy muy mayor para ponerme a entrenar. —Me callé cuando empezó a reírse y a negar lentamente con la cabeza. —No eres mayor... —Lo soy... soy más mayor que tú. — No quise sonar borde, pero lo hice y borré de un plumazo la sonrisa de su cara. Me callé y bajé la cabeza de nuevo, sin saber muy bien qué decir. El camarero llegó, pedimos los cafés, en vaso y con leche fría, y nos quedamos de nuevo en silencio. —¿Sabes? —preguntó frunciendo el ceño—. La edad es lo menos importante cuando se trata de cumplir un sueño. Ahora entiendo tu mirada triste de estos días, quizá si me dejaras... — Quim. —Le paré en seco; no quería ponerme a llorar de nuevo delante de él—. Perdóname pero no me conoces de nada. Sólo hemos hablado dos veces... déjalo estar.

Apretó la mandíbula y me miró fijamente, asintiendo. Era algo raro estar sentada con ese completo desconocido y sentirle... como si fuera parte de mí, como si me conociera a la perfección. Observé cómo apuró su café y se levantó; sacó un panfleto del bolsillo interior de su chaqueta y me lo dio.

—Ven esta noche... déjame enseñarte.

Se dobló sobre mí y, pillándome totalmente desprevenida, depositó un suave beso en mi mejilla antes de dejar tres euros en la mesa y salir de la cafetería. Un beso... un suave roce que me calentó el corazón... que me llegó al alma.

El pulso presionaba en mis oídos y las manos me empezaron a temblar. Tentada estuve de levantarme, ir detrás de él, agarrarme a su melena morena y engancharme a su boca. Pero no lo hice.

Observé el papel que me había dado. Era un panfleto en el que aparecían dos violonchelistas en un teatro.

«Teatro Círculo de Bellas Artes presenta a: Dos chelos y un destino».

PRORROGADO HASTA EL 2 DE FEBRERO.

A rotulador en letras grandes un solitario: ven. Y por detrás, pegado con dos pegatinas de colores, una entrada.

Llegué una hora tarde al trabajo. Me excusé diciendo que había sufrido una indigestión. Aunque, según me dijo Charo, con la sonrisa que tenía de oreja a oreja dudaba mucho que los jefes se lo creyeran. Me dio igual..., me dio igual porque esa noche tenía una cita.

Cuando entré en casa, a las siete y media de la tarde, me metí directamente en la ducha. Me arreglé el pelo y me maquillé en tiempo récord, me puse un vestido negro con mis botas planas también negras y mi chupa de cuero. Volví a coger mi pashmina favorita y me coloqué mis pulseras de la suerte. No me había pintado las uñas, pero no me daba tiempo. En el panfleto que me dio ponía que la función empezaba a las nueve en punto. Y aún tenía que llegar hasta allí.

Llegué por los pelos y dando gracias a que el autobús no me hizo esperar demasiado, sin embargo, allí, en la puerta del teatro, no había nadie. Di vueltas sobre mí misma, buscándole; el hombre que custodiaba el acceso al recinto me miraba con el ceño fruncido. Hasta que me fijé bien en el cartel que había en la pared cerca de la taquilla. Una foto enorme de Quim junto a otro chico, tocando el violonchelo. Abrí los ojos, sorprendida. ¿Tenía un espectáculo? ¿Tocaba en teatros y además lo hacía en el metro como un músico ambulante sin más?

Sonreí como una boba, el corazón de nuevo al galope en mi pecho, y me apresuré a sacar la entrada del bolso para dársela al hombre que esperaba a que me decidiera en la puerta.

Al entrar en el patio de butacas había un silencio sepulcral, todo estaba a oscuras y las figuras de dos chicos sentados se recortaba a través de la luz de los focos que estaban situados estratégicamente detrás de ellos.

El acomodador vino rápido a mi lado. Me cogió la entrada para ver mi asiento, luego se fijó en mí y después volvió a mirar la entrada, sonriendo y negando con la cabeza. Me llevó en silencio por todo el pasillo central hasta la primera fila y me sentó en la primera butaca de la izquierda. Le di las gracias bajito y miré al escenario mientras me sentaba y me quitaba la cazadora.

Quim me estaba mirando.

Quim me sonreía... y el mundo había dejado de existir.

Cerró los ojos, se humedeció los labios y respiró profundamente, como quitándose un peso de encima.

Y la magia sucedió. Los dos violonchelos, con una sincronización impecable, empezaron a interpretar una música clásica, preciosa, perfecta. No sabría decir ahora, sonaba a Beethoven… pero no estaba segura.

Me dejé llevar por las notas, los compases, los gestos de ambos músicos. Hasta que algo extraño sucedió. Quim miró al otro chico y, los dos a la vez, empezaron a ejecutar la pieza cada vez más rápido. Los dedos volaban por las cuerdas, las cerdas del arco empezaron a romperse y la gente comenzó a dar palmas al ritmo de una canción de rock.

Estaba alucinada. El cambio entre una melodía tan clásica a otra tan… heavy, sucedió sin darnos apenas cuenta, como formando parte de un todo. Disfruté como una loca. Porque la música era maravillosa, porque se me iban los pies, porque ese chico brillaba con luz propia, desprendía una energía especial. Estaba haciendo algo único y él me lo quería mostrar.

El espectáculo me encantó. El dúo versionó un montón de canciones y las transformó en melodías más modernas, y al revés. Títulos actuales, de Adele, o de One Direction eran transformadas a golpe de manos y arco en joyas de música clásica.

Pasó una hora y media de concierto sin apenas darme cuenta. Aplaudí hasta que me picaron las manos, todo el patio de butacas se puso en pie y aclamaron a los artistas durante unos buenos diez minutos; los músicos nos hacían reverencias, aplaudían al público y hacían el ademán de irse. Pero entonces empezábamos a vitorearles, a aplaudir más fuerte y volvían; yo sonreía feliz y gritaba junto al resto para que tocaran otra…, hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien.

Antes de marcharse junto a su compañero, Quim se acercó al borde del escenario y me pidió que le esperara fuera. Yo asentí mientras seguía aplaudiendo como loca.

Eran cerca de las once cuando salí por la puerta del teatro. Hacía frío y yo iba muy poco abrigada. Menos mal que no tuve que esperar demasiado tiempo; sentí que se acercaba por detrás mucho antes de ver que era él.

—¿Te he hecho esperar mucho? —preguntó al llegar a mi lado. —La verdad que no. —Me giré para mirarle bien y le sonreí—. Ha sido impresionante Quim. Creo que todavía tengo los pelos de punta. —¿Te ha gustado entonces? —Metió las dos manos en los bolsillos del vaquero, me devolvió la sonrisa y a mí, con ese simple gesto, se me calentó el cuerpo. —¿Gustarme? Eso se queda corto. Ha sido… alucinante. —Me callé y agaché la cabeza. No se me ocurría nada más que decirle. —Perdóname Alma, pero estoy hambriento. ¿Me acompañas a cenar algo? —Claro, yo tampoco he cenado aun. —Me dejé guiar a donde él quisiera llevarme y juraría que él se dio cuenta porque depositó suavemente su mano en mi espalda y me dirigió hacia un bar que hacía esquina un dos manzanas del teatro—. Todavía estoy intentando procesar lo que acabo de ver.

Quim soltó una carcajada que me sonó a música celestial, a su música, y dejó resbalar un poco su mano hacia mi cintura.

Era un gesto tan íntimo y tan... natural. No me molestó,  no sentía que invadía mi espacio; estaba cómoda a su lado, me sentía... bien y a gusto con él.

Entramos al bar y la bofetada de calor y la peste a grasa nos dio de lleno. A él no pareció importarle,  saludó al camarero con cierta complicidad y le pidió lo de siempre.

—¿A ti qué te apetece tomar, Alma? —me preguntó mientras nos acercábamos a una de las mesas cerca del ventanal. —Depende... ¿qué es lo de siempre? —contesté queriendo saber qué se había pedido él. —Endivias con aguacate, cebolla y salmón y un pincho de tortilla de patata. Y cerveza, por supuesto. —Suena de fábula... yo quiero lo mismo, por favor. —Tomé asiento después de quitarme la pashmina y la cazadora y observé cómo se acercaba a la barra a pedir dos tercios de Mahou.

Intenté hacer un ejercicio de introspección, reencontrar a la chica alegre que fui, sabía que estaba ahí, la tenía que recuperar y lo tenía que hacer porque me estaba gustando mucho lo que estaba viendo, lo que ese chico me hacía sentir.

Cuando volvió con las bebidas y se sentó hablamos de su espectáculo, de su música. Conoció a Vicente, su compañero de escenario, en el conservatorio al poco tiempo de llegar a Madrid, y en seguida empezaron a crear nuevas versiones. Hartos de tocar las sonatas de Bach y las estaciones de Vivaldi, adaptaron canciones de su tiempo a un instrumento puramente clásico. Y así surgió Dos Chelos y un destino.

—¿Y por qué tocas en el metro? —pregunté, ávida de información mientras le daba un sorbo a mi cerveza. —Quizá te estaba esperando —dijo apoyando los brazos sobre la mesa para acercarse un poquito más a mí. Me atraganté con la bebida y empecé a toser, poniéndome más colorada que un tomate. ¿Me había dicho lo que me había parecido oír? —No juegues conmigo, Quim —le dije medio en broma, recuperando la respiración. —No, Alma... te puedo asegurar que no es un juego. —Levantó su jarra y bebió, sin dejar de mirarme a los ojos, estudiándome,  queriendo leer de nuevo en mi interior. Carraspeé, intentando cortar el aire que se había vuelto denso de repente. —Creo que aún no te he dado las gracias por la invitación —dije cambiando de tema—. Esta cena improvisada la voy a pagar yo. —Ya está pagada.

Volví a colgarme de sus ojos castaños; no veía otra cosa que un espíritu limpio, sincero… y me lancé.

—¿Qué fue lo que sentiste aquella vez en el metro? —La conexión. Esa sensación de conocerte sin haberte visto, de ver que me mirabas y me conocías… ¿No lo sentiste tú también? —preguntó él. —Sí… lo sentí… y lo siento ahora… Da un poco de miedo —contesté, no siendo del todo sincera, ya que yo sentí mucho más. —¿Miedo? A mí no me das nada de miedo. —Me guiñó un ojo y quitó los brazos de la mesa, separándose para dejar paso al camarero que venía con nuestra cena.

Se me quitó el hambre de golpe, esperé a que el chico dejara los platos sobre la mesa y cuando se alejó, solté el aire en una especie de resoplido.  Ni me había dado cuenta de que lo estaba reteniendo en mis pulmones. ¿Eso había sido un coqueteo? Al menos eso parecía…

Volví a ponerme colorada, pero esta vez no aparté la mirada. Se la mantuve y sonreí; entonces dudé si seguir por el camino que me había facilitado él o cambiar de nuevo de tema. Observé cómo cogía una barquita de endivia con salmón y la mordía, y al perderme en sus labios, en su boca al masticar, decidí arriesgarme.

—Pues deberías, al fin y al cabo no me conoces de nada. —Yo también le guiñé un ojo y ataqué la tortilla de patatas. —Te conozco, Alma, y tú me conoces a mí —dijo él limpiando se antes de dar otro trago trago a la cerveza—. Y eso nos facilita mucho las cosas. —¿Qué cosas? —pregunté estrechando los ojos. —Pues… podré besarte cuando te lleve a tu casa sin miedo a que me des un tortazo.

¿Podría haberme escandalizado? Sí, podría haberlo hecho. Podría incluso haberme levantado, haberle dado un tortazo y haberme marchado. Pero no hice nada de eso.

Me reí. Una carcajada limpia, que nació en mi estómago y se reflejó en mi corazón. Y él me acompañó.

—No te rías de mí, mujer. Que estoy diciendo que te voy a besar. —Eso será si yo te dejo que me acompañes a casa.

Y sucedió de nuevo. Ese magnetismo especial, ese hablar en silencio, contarnos todo sin decirnos nada. Un minuto, dos… el tiempo se detuvo para nosotros, se convirtió en nuestro aliado y lo aprovechamos.

—¿Crees en el destino, en el karma, en las conexiones… en los flechazos? —preguntó él, devolviéndonos al bar. —Nunca antes había creído en esas cosas. —Antes... ¿Y ahora? —Levantó levemente una de las comisuras de su boca, como si intentara no sonreír. —Ahora... me lo estoy replanteando.

El tiempo se nos echó encima sin apenas darnos cuenta. Hablamos de todo, de mi sueño frustrado, de sus clases en el conservatorio. Le expliqué muy por encima la existencia de Ivan, el me habló de la poca familia que le quedaba en Barcelona, de sus compañeros de piso, de su música. Y así,  con cada palabra contada, con cada media sonrisa, con cada mirada, me fui relajando, me fui dejando llevar… y perdí el miedo.

Nos sorprendimos cuando vimos cómo el camarero empezaba a apagar las luces. Era cerca de la una de la madrugada, sobre la mesa los platos vacíos y unos cuantos tercios de cerveza daban constancia de nuestra velada. Me sentía tan a gusto… no quería que esto se acabara.

—¿ Y bien? ¿Me vas a dejar que te acompañe a casa? —preguntó Quim cuando salíamos del bar. —Aun no lo sé —contesté yo, bromeando mientras me anudaba la pashmina. —Eres cruel… —dijo él negando con la cabeza. —Pero podemos ir dando un paseo hasta Cibeles. —Propuse, intentando alargar el momento. —Un paseo, ¿eh? —dijo él, echando para atrás sus rizos morenos—. De acuerdo, vamos hasta la fuente.

Y esos pequeños detalles eran los que me habían hecho perder el miedo. No forzaba, proponía, y me dejaba libre elección a cada paso. Y me respetaba… mis silencios, mis frenos, mis comeduras de cabeza que aunque él no las conocía, las intuía.

Estiró su mano, y esperó paciente a que la cogiera. No le hice esperar.

De pronto me sentía que había vuelto al colegio, cuando el chico guapo de la clase se dignaba a reparar en ti y te pedía una cita. Con esos nervios contenidos, con esas mariposas en el estómago, con esa leve ansiedad por lo que pudiera pasar.

Caminamos despacio desde el bar hacia la calle Alcalá, con los dedos entrelazados y en silencio. Sin embargo no era una situación incómoda, al contrario, me sentía a gusto a su lado, en su compañía. Notar su palma pegada a la mía, su calor atravesar mi piel, hacía que su energía, esa que había notado la primera vez que le vi, se colara por las grietas de mi escudo autoimpuesto y llegara a mi corazón.

—La primera vez que te vi en el metro me pareciste preciosa, pero transmitías tanta tristeza… —empezó a decir rompiendo el silencio—. La segunda vez, cuando sentí esa conexión, decidí que si te volvía a encontrar te invitaría a tomar un café. Quería conocerte, a toda costa, saber tu nombre, a qué te dedicabas, descubrir si lo que había visto en ti era de verdad, si merecía la pena o no. —Llegamos a la calle Alcalá, bajamos hacia la Plaza de Cibeles y yo me había quedado muda—. Cuando saliste corriendo aquel día lo vi claro.

—¿El qué viste claro? —pregunté a media voz. —La coraza que llevabas puesta.

Me paré y le miré, haciendo que él se girara y me mirara también. Estaba guapísimo, la brisa removía sus rizos negros, y sus ojos castaños brillaban de una manera casi mágica.

—Vaya… —Me quedé callada porque no sabía muy bien qué más decir. —Ya estamos en Cibeles. —Observé a mi alrededor; ya habíamos llegado a las paradas de autobuses.

El corazón empezó a latir como loco, haciendo que la sangre pulsara en mis venas. Abrí la boca porque necesitaba respirar, necesitaba aire, y no sabía muy bien por qué el que estaba inspirando cada vez más rápido no entraba a la velocidad adecuada en mis pulmones.

Asentí y me humedecí los labios, esperando.

—¿Sabes, Alma? Con una coraza puesta jamás te sentirás libre, y sentirte libre es el primer paso para ser feliz. —Estiró la mano que tenía libre y metió un mechón de mi melena detrás de la oreja, acercándose, preparándose. —Estoy de acuerdo… Aunque es difícil desprenderte de algo que te ha estado protegiendo tanto tiempo. —Respondí intentando centrarme en la conversación. —¿Protegiendo o aislando?

Tragué. Era increíble cómo en tan poco tiempo este chico me había llegado a conocer tan bien. Empecé a pensar en el karma, el destino… ¿era eso lo que estaba pasando? ¿Un flechazo directo y certero en el corazón?

—Las dos cosas, quizás... —¿Me vas a dejar que te acompañe a casa? —preguntó acercándose un poquito más. —Sí…

El suspiro que salió de su boca chocó con la mía un segundo antes de que sus labios me besaran. Suave, gentil, como pidiendo permiso. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal ante su contacto y la sangre empezó a hervir como respuesta automática a su roce. Todo cambió, mi cabeza, mi manera de pensar, fue como una revelación. Saqué el valor que perdí cuando Iván me abandonó y, con decisión, abrí mi boca para profundizar el beso. Y él me respondió...

Soltó mi mano para engancharse a mi cintura y abrazarme más fuerte, mientras la otra permanecía enmarcando mi rostro. Acariciando mi mejilla.

Cada folículo de mi piel, cada partícula de mi ser, despertó de mi letargo autoimpuesto. Calidez, ternura, cariño… dejé que todas esas sensaciones que tenía vedadas camparan libremente por mi cuerpo, haciendo que poco a poco fuera resucitando. Volver a vivir, volver a sentir.

Quim empezó a mecerse conmigo entre sus brazos, besándome, acariciándome… Y en ese momento, en esa plaza, fui consciente de que, efectivamente, me tocaba como si yo fuera su violonchelo; me sujetaba con firmeza, me hacía vibrar, me guiaba suavemente a través de esa Dulce Melodía.


FIN



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