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  • Foto del escritorDulce Merce

LA SONRISA DE GLORIA

Hacía un frío de mil demonios; lo normal teniendo en cuenta que estábamos a primeros de enero. Me había puesto el jersey más gordo que tenía y medias debajo de los pantalones y aun así no conseguía entrar en calor.

Eran las nueve de la mañana y estaba en la parada del autobús para ir al centro, aprovechando mis vacaciones de invierno para hacer las últimas compras de Reyes. Una sonrisa se extendió en mi rostro al imaginarme la cara de mi pequeño la mañana del día seis. Se iba a quedar alucinado, y yo iba a disfrutar como una enana. Metí mis manos enfundadas en manoplas en los bolsillos del abrigo y me encogí un poco para meter la nariz en mi bufanda favorita; estaba ya bastante usada y se había hecho kilométrica con los años, pero era especial porque era la única cosa que había conseguido tejer yo misma.

—¿Meme?

Escuché una voz a mi lado, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos.

Unos ojos marrones brillantes me miraban con alegría y yo observé con curiosidad a la mujer que estaba frente a mí; el caso era que su cara me resultaba muy familiar.

—¿Meme, eres tú? —volvió a preguntar, esta vez bajando su pashmina y dejándome ver una blanca y radiante sonrisa.

Fruncí el ceño. Nadie me llamaba así desde...

—¿Gloria?

Ella soltó un pequeño grito y se abalanzó sobre mí, dándome un abrazo fuerte, un abrazo que no me quedó más remedio que corresponder, a pesar de tener las manos en lo más profundo de los bolsillos del abrigo. Cerré los ojos, perdiéndome por un momento en el olvidado aroma de la que fue mi mejor amiga.

Gloria y yo tuvimos una relación extraña desde los trece años. Fuimos casi como hermanas en el instituto, las típicas amigas con un pavo enorme a cuestas; íbamos al baño juntas, nos llamábamos por teléfono después de las clases y nos podían dar fácilmente dos horas hablando de todo y de nada. Éramos aquellas chicas que quedábamos para salir y, si nos gustaba algún chico, buscábamos la aprobación de la otra con una sola mirada... Éramos ese tipo de amigas.

Pero cuando el instituto pasó y tuvimos que elegir caminos distintos, todo cambió. Llegaron los reproches porque yo me había metido en una carrera tan absorbente como derecho y no podía quedar tanto con ella. Llegaron los desplantes porque ella se había buscado un novio a las afueras de Madrid y se iba todos los fines de semana con él. Llegaron las excusas y los malos rollos por cualquier tontería. Y de ese modo, casi sin darnos cuenta, dejamos escapar la amistad entre los dedos; rompimos el contacto.

Y después de todo ese tiempo la volvía a tener frente a mí, con una sonrisa de oreja a oreja y lágrimas retenidas en los ojos.

—¡Dios mío, Meme! ¿Hace cuánto? ¿Diez años? —me dijo separándose un poco pero manteniendo sus manos sobre mis brazos—. ¡No has cambiado nada!

—Bueno —contesté riéndome porque tampoco es que pudiera ver mucho de mí, de hecho solo se me veían los ojos—, tú tampoco.

—Oh, yo sí... —murmuró tan bajito que creí no haberla escuchado bien.

Conseguimos medio ponernos al día en unos cinco minutos, justo lo que tardó en llegar el autobús que me llevaría a la Puerta del Sol. Intercambiamos teléfonos, besos e hicimos la promesa de quedar para tomar un café un día de éstos.

Nos vimos una semana más tarde, cuando ya habían pasado las fiestas y todo volvía más o menos a la normalidad.

Recuerdo perfectamente que era una lluviosa tarde de jueves y que la cafetería en la que quedamos estaba hasta arriba. Gloria ya estaba sentada, mirando hacia la puerta, pendiente de si entraba por ella. En cuanto lo hice, agitó la mano y me llamó sonriente. Y yo…, yo no pude hacer otra cosa que tiritar de frío al notar el contraste de temperatura y corresponder a su sonrisa.

Cuando me senté, me llamó la atención que no se hubiera quitado el gorro de lana; porque, aunque en la calle hacía frío, dentro del local se estaba calentito. Pero cuando le pregunté, ella sólo me contestó con un críptico «todo a su tiempo».

—Y dime Meme, ¿al final te casaste con Sergio? —me preguntó tras un rato de charla intrascendente.

—Pues sí. Después de marear tanto la perdiz, al final fui yo la que me arrastré pidiendo una oportunidad —dije riendo mientras recordaba los comienzos con mi marido.

—Madre mía... ¿Cuántas veces le dijiste que no? Ya se me ha olvidado. —Rió también.

—Tres... —contesté carcajeándome—, ¿no recuerdas el parque de atracciones? Cuando le pedí salir pensé que me mandaría a la mierda.

—Menos mal que no lo hizo.

—Oh, no. Sí que lo hizo, ¿no te acuerdas? Lo que pasa es que yo fui muy insistente.

Las dos nos reímos de nuevo, con ganas, y mientras ella me contaba que seguía trabajando en la óptica en la que empezó como dependienta, que se había casado y tenía gemelos, yo le conté que también había sido madre de un pequeño terremoto que me robaba el aliento cada vez que me miraba con esos ojazos marrones, y que llevaba ya veinte años con el que hoy día era mi marido.

Hablamos también de mi trabajo, de sus metas, de las mías, de la sorpresa por reencontrarnos y pasamos por alto el porqué nos dejamos de llamar. Total... ¿a quién le importaba ya?

Hubo un momento en el que nos quedamos en silencio mientras nos mirábamos a los ojos. Sabíamos que esto era el comienzo de algo bueno... Sabíamos que podríamos retomar esa vieja amistad. A pesar de los desplantes, de las niñerías, porque ya éramos personas adultas. No íbamos a hacer un mundo si una de las dos tenía otras cosas que hacer.

—Meme... —dijo ella entonces, bajito.

—Dime, guapa.

—Yo... Tengo que decirte una cosa importante.

Tras decir esas palabras, agachó la cabeza y con mucho cuidado se quitó el gorro de lana. Automáticamente los ojos se me abrieron de golpe al ver cómo un pelo muy finito cubría su cuero cabelludo.

—Gloria —musité.

—No te preocupes, ya estoy bien —y me regaló una sonrisa tan bonita, que me dejó sin aliento. Era como si resplandeciera desde dentro; como si se encontrara en paz consigo misma. Jamás la había visto tan guapa.

—¿Pero cómo...?

—Un día en la ducha, Rubén me estaba enjabonando y bueno, fue él quien se dio cuenta —dijo sin dejarme terminar la frase.

—Joder, Gloria; yo... Yo lo siento, yo...

Paré mi estúpida verborrea sin sentido porque ¿qué le iba a decir? ¿Qué excusa iba a dar? Al fin y al cabo no nos veíamos desde hacía tiempo; sin embargo algo dentro de mí me decía que las cosas podrían haber sido distintas, que quizá debería haberla ayudado de alguna forma, que si yo lo hubiera sabido habría podido hacer algo, lo que fuera.

—Tranquila Meme, de verdad. Ya pasó todo. —Veo cómo intenta calmarme y me siento gilipollas; tendría que ser al revés, tendría que ser yo la que le calmara a ella.

—¿Puedo preguntarte cómo...? En fin, ¿desde cuándo lo sabes?

—Bueno, fue todo muy rápido la verdad. Hace tres años, como ya te he dicho, Rubén se dio cuenta de que tenía un bulto en el pecho izquierdo… La ducha más traumática de mi vida. Al día siguiente ya estaba en mi médico de cabecera pidiendo mamografía, ecografía, análisis... Tantas y tantas pruebas para llegar a la conclusión de que había que operar no uno, sino los dos pechos. Un mes después entraba en quirófano. —Paró su explicación para beber un trago del café con leche y poner en orden sus ideas—. Después todo fue demasiado confuso, visitas con el psicólogo para ayudarme a afrontar la enfermedad, explicaciones técnicas que no me servían para nada...

—Tuvo que ser horrible, Gloria. —Y sin darme cuenta estiré la mano para tomar la suya. Necesitaba su contacto. Necesitaba saber que, a pesar de todo lo que había pasado, lo importante era que la tenía delante de mí. Que seguía aquí. Me sonrió de nuevo, y me aligeró un poco la carga que tenía en mi corazón.

—Lo fue, pero ¿sabes? Encontré el apoyo de gente maravillosa, personas que habían pasado por lo mismo que yo y que ayudaban sin esperar nada a cambio a entender, a valorar... a admitir por qué de repente formaba parte de este enorme colectivo. En su mayoría mujeres, sí, pero hombres también, afectados por el cáncer de mama. —Me quedé mirándola, embobada por el brillo de su mirada, perdida en esos ojos que ya no eran ni la sombra de lo que fueron un día. Y es que, aunque toda ella emanaba sosiego, serenidad e incluso cierta tranquilidad, sus ojos estaban tan cansados—. Mis niños, que aunque fueran casi bebés me ayudaron con cada sonrisa, y por supuesto Rubén. Madre mía Meme, Rubén se portó de diez. Aguantó tanto a mi lado, mis berrinches, mis ganas de tirar la toalla, mis bajones... Él lo aguantó todo.

Fruncí el ceño, extrañada ante su afirmación.

—¿Cómo que lo aguantó todo? Perdóname Gloria, pero la que ha pasado por todo esto has sido tú. Por mucho que él te haya ayudado, no puede haberlo soportado todo.

Ella apretó mi mano y me acarició con el pulgar, relajándome; después hizo un gesto que me recordó a las tardes que pasamos cuando teníamos dieciséis años: levantó mi mano y la besó.

Un nudo de congoja se instaló en mi pecho y las lágrimas se agolparon sin poder evitarlo en mis ojos. Pero solo cuando Gloria movió el brazo y empezó a secarme la cara con el dorso de sus dedos, fue cuando me di cuenta de que realmente estaba llorando.

—Créeme cuando te digo que él lo aguantó todo —prosiguió ella comenzando a llorar también, en silencio—. Permaneció a mi lado a pesar de mis esfuerzos titánicos por separarle de mí. Al fin y al cabo, yo no iba a ser una mujer completa, no quería que él cargara con mi lastre, porque era mío. Mi problema. ¿Te imaginas lo que debe ser aguantar el rechazo continuo de alguien a quien quieres con toda el alma? La impotencia de no saber, ni poder ayudarle de ninguna forma. Fueron unos meses muy duros, que aún se volvieron peor cuando empecé con el tratamiento de quimioterapia.

—No quería incomodarte, Gloria —dije con remordimiento.

—No lo has hecho. —Observé cómo buscaba en el bolsillo de su maxi abrigo un paquete de Kleenex y, tras sacar uno, me lo ofreció—. En mi primera visita al ginecólogo, cuando el médico empezó a hablarme de estadísticas, porcentajes de recuperación, quitando importancia al hecho de que era probable que me extirparan los dos pechos, me derrumbé. Me largué de la consulta, cogí un taxi, y me fui a casa, sola, aprovechando que mis hijos estaban con mi madre.

Dejó de mirarme por un momento y se centró en darle vueltas al café, como si le costara hablar, como si lo que fuera a confesarme resultara de vital importancia para su explicación. Aunque, la verdad, yo tampoco podía decir nada, tan solo podía mantener su mano cogida y esperar a que ella continuara. No sé el tiempo que pasó en realidad, un minuto, diez, antes de que ella siguiera con su historia.

—Cuando Rubén llegó a casa tuvo que forzar la puerta del baño porque yo era incapaz de moverme. No recuerdo el tiempo que estuve llorando, compadeciéndome de mi mala suerte, pensando que no me quería morir. Solo sé que hubo un momento que me dejé caer en el suelo, al lado del váter, intentando que mi mente se quedara en blanco. Escuché los golpes en la puerta, la voz calmada de mi marido pidiéndome por favor que abriera la puerta, pero yo no me podía mover. No podía hablar. —Miró hacia el techo de la cafetería, para que las lágrimas no rodaran por sus mejillas, y tomó aire antes de volver a mirarme y sonreír. Con esa sonrisa de triste felicidad.

—¿Y qué hizo Rubén? —pregunté de repente ansiosa por saber. Ella soltó una ligera carcajada y los ojos le brillaron, de amor, de emoción.

—Pues al ver que no abría la puerta, se fue hasta la terraza, cogió la caja de herramientas y desmontó la cerradura. Y cuando me vio tirada en el suelo no te creas que se puso histérico ni nada de eso. No. Él guardó otra vez las herramientas en su sitio, las dejo de nuevo en la terraza y cuando volvió me dijo: «Esta puerta ya se va a quedar así. Mañana desmonto el cerrojo de nuestro dormitorio».

—¿Quitó las cerraduras de toda la casa? —pregunté extrañada; sorprendida más bien.

—No; sólo desmontó la cerradura del baño y el pestillo de mi cuarto. Cuando volvió de la terraza y vio que yo no me había movido ni medio milímetro, se sentó a mi lado, en el suelo, me cogió de la mano —explicó mientras tomaba la mía y la enseñaba como prueba—, así, y se quedó allí, conmigo. Esperando. Sin decirme nada.

Gloria apartó la mirada para buscar al camarero y pedir una berlina de crema; a mí me pidió una de frutos rojos, mi favorita. Aún se acordaba y eso me hizo tragar grueso.

Esperé, como Rubén, a que siguiera su relato, pero no lo hizo. A cambio me preguntó por mi familia, mi hijo y mi marido.

Preguntó por mis padres, me contó sobre los suyos, sobre sus hijos, Julián y Tomás, sobre su boda; en fin, de mil historias que queríamos compartir. Cuando miramos el reloj, ya eran más de las nueve de la noche y teníamos que volver con nuestros pequeños.

Esa noche, cuando metí la llave en la cerradura para entrar por fin en casa, Sergio me esperaba con Alberto en brazos. Mi niño se negaba a dormirse sin haberme dado las buenas noches porque, según él, yo no iba a poder dormir bien sin su beso. No sé por qué extraña razón me entraron ganas de llorar. Así que, evitando la preocupada mirada de Sergio, tomé a mi hijo en brazos y me tumbé en la camita con él. Y es que necesitaba su amor incondicional, necesitaba su aroma, su calor; necesitaba... Aún no sé explicar qué necesitaba exactamente.

Una hora después, cuando salí del dormitorio, observé que Sergio me esperaba con la cena en la mesa y su cara lo decía todo: tenemos una conversación pendiente. Pero yo, en lugar de sentarme en la mesa a cenar con él y hablar, me tapé la cara con las manos y lloré.

Lloré como no lo había hecho en años. Lloré porque me sentía tan extraña, tan poca cosa al lado de Gloria. Y no porque no estuviera contenta con mi vida, al revés; ¡yo estaba feliz! Era una mujer sana y alegre. Amaba a mi marido tanto que dolía, mi hijo me regalaba los momentos más extraordinarios cada día. Y sin embargo... No irradiaba ni la fuerza, ni las ganas de vivir de Gloria.

Cuando me vio derrumbarme de esa manera, Sergio corrió hasta mí y me estrechó entre sus brazos, preguntando entre caricias qué había pasado. Por qué estaba así; ¿pero por qué? Cómo explicárselo si no lo sabía ni yo. Por un lado podía decir que estaba contenta por no haber pasado una experiencia similar, por no haber experimentado algo parecido; pero al mismo tiempo estaba triste por haberme perdido esa época de Gloria, porque me hubiera gustado apoyarla, acompañarla en su enfermedad.

Me sentía alegre por haberme reencontrado con ella, por haber compartido un café, pero también me sentía egoísta y ansiosa porque de repente tenía necesidad de estar con ella, de saber más, cómo lo superó... ¿Que qué me pasaba?

—No sé, yo solo... Abrázame —conseguí decir entre sollozos.

No cené. Recuerdo quedarme dormida entre los brazos de mi marido, tener extrañas pesadillas y, al día siguiente, al despertar, encontrarme sola en mi cama sin otra cosa que hacer que revivir la conversación del día anterior.

Aprovechando que mi marido estaba trabajando, mi hijo en la guardería y que yo ese día libraba, cogí el ordenador y busqué por Internet el teléfono de la óptica donde trabajaba Gloria. Me preparé un café bien cargado y marqué, deseando hablar con mi amiga. Aunque no sabía si tenía derecho a volver a llamarla así.

—Optica Ramos —contestó una voz masculina de manera casi mecánica.

—Sí, buenos días, quisiera hablar con Gloria, por favor.

—Un momento... —dijo antes de escuchar un ruido sordo. Pensé que trabajar con alguien así de alcornoque tenía que ser un tormento.

—¿Diga? —escuché la suave voz de Gloria.

—Hola Gloria, soy Meme. — Y me callé, porque de repente ya no sabía qué decir.

—¡Meme, qué sorpresa! —exclamó con alegría—. ¿Qué te cuentas?

—Hoy es mi día libre, y hasta las cinco que recojo al enano tengo un poco de tiempo. —improvisé.

—¿Quieres que comamos juntas? —propuso ella sin variar un ápice su tono de voz.

—Me encantaría, dime a qué hora me paso.

—Cerramos de dos a cuatro, pero siempre te puedes venir antes, y te gradúo la vista. —Ambas nos echamos a reír.

Cuando entré en la óptica y vi a Gloria detrás del mostrador un nudo se me instaló en la garganta. Un pañuelo rosa cubría su cabeza, una bata blanca tapaba su ropa y sin embargo estaba... estaba preciosa. Hablaba con una señora mayor y le sonreía con tanta ternura que la señora no paraba de tocarle la mano, de agradecerle, de hablarle.

No me extrañó en absoluto.

De pequeñas, ya Gloria provocaba eso en la gente, esa especie de tremenda facilidad de tratar al prójimo, de hacer que los demás se sintieran cómodos hablando con ella. Sí; así era mi amiga: un ser sociable y respetuoso por naturaleza. Ni siquiera una maldita enfermedad la había hecho cambiar. Tomé aire para intentar llenar mis colapsados pulmones y me acerqué a ellas.

Diez minutos después, mi amiga se colgaba de mi brazo poniendo rumbo al restaurante de la esquina.

Durante la comida me preguntó por mis chicos, yo le pregunté por los suyos y tras un breve intercambio de graciosas anécdotas me atreví a seguir preguntando.

—Gloria... No contestes si no quieres, pero ayer... ¿Qué pasó después? ¿Qué hizo Rubén? —logré decir bajito para que no nos escuchara el camarero que estaba recogiendo la mesa de al lado.

Observé cómo ella me miraba directamente a los ojos y con una tremenda sinceridad en su mirada me dijo:

—Rubén lo hizo todo.

Después, agachó la cabeza y cuando la levantó de nuevo, sus ojos llorosos no impidieron que viera el agradecimiento y el amor en su sonrisa.

—¿Te acuerdas que ayer te dije que se sentó a mi lado y ya? —Esperó a que yo asintiera y continuó—. Pues estuvimos los dos tirados en el suelo casi dos horas, sin mirarnos, sin hablar. Tan solo nos mantuvimos uno al lado del otro, cogidos de la mano, esperando pacientemente a que el otro ordenara sus pensamientos.

»—¿Y ahora qué? —le pregunté.

»—La semana que viene empiezas con las pruebas, ya te he pedido todas las citas.

»—Tengo miedo —confesé.

»—Yo también...

»Se ocupó de todo Meme, de conseguirme información, de hablarme de la posibilidad de implantarme las mamas de silicona en la misma operación, de agendarme las citas, de acompañarme al psicólogo. De todo.

—Madre mía, Gloria, yo…

—Pero no solo eso. Teníamos a dos bebés de año y medio; para mí fue tan duro pensar que...

Enseguida alargué la mano para coger la suya sobre la mesa al igual que hice el día anterior, y se la apreté. Dándole a entender que no hacía falta que siguiera por ahí... ¿dos bebés, recién diagnosticada de cáncer? Me podía hacer una idea de la ansiedad que podía tener mi amiga al pensar en que esos niños se podían quedar sin madre.

—¿Te operaron pronto? —pregunté queriendo quitar de su mente aquel pensamiento.

—Sí... Relativamente pronto teniendo en cuenta cómo está la sanidad de este país. Pero no me quejo. La oncóloga que me llevó se merece el segundo premio a la paciencia después de Rubén.

—¿Sabes? —pregunté sabiendo que a lo mejor le sentaba mal lo que iba a decirle—. Me cuentas esto y yo... Yo siento algo extraño. En estos años, sinceramente, apenas me he acordado de ti y ahora... Ahora me da la sensación de que me he perdido la parte más importante de tu vida. Siento que por gilipolleces, por niñerías, no he estado a tu lado cuando lo necesitabas. Yo... Lamento enormemente no haber estado contigo, Gloria.

Ella me miró. Muchas emociones cruzaron sus oscuros ojos, supongo que recordando todo nuestro pasado. Los malos rollos del final, los desplantes, los reproches... Sin embargo, ella respiró hondo y me sonrío de una forma tan sincera, tan hermosa, que se me estrujó un poquito el corazón.

—No digas tonterías, Meme —me dijo casi riéndose—. Teníamos veinte años por favor, ¡y pensábamos que éramos adultas! Ahora, echando la vista atrás... ¿no te das cuenta de que éramos unas crías? Ni se me ha pasado por la cabeza pensar que no estuviste en mis peores momentos. Al revés, pienso que te he recuperado para los buenos.

—¿Buenos? —pregunté al borde de las lágrimas.

—Buenos. Los mejores —respondió mientras apretaba mi mano. Empecé a negar con la cabeza; me dejaba tan fuera de juego escucharla decir esas cosas.

—Pero, Gloria, tú... —quise decir señalándole el pecho.

—Aún recuerdo la conversación que tuve con Rubén el día antes de la operación. Yo iba a ser una mujer incompleta, y no quería que él se conformara conmigo pudiendo tener a cualquier otra mujer, bonita... Sana. Él me miró y me dijo muy serio:

»—Gloria, si a mí me pasara algo, ¿tú me cambiarías por otro? ¿Buscarías a otro que pudiera darte lo que yo no te pudiera dar? Imagínate que me quedo en una silla de ruedas, ¿me dejarías?

»Recuerdo que negué como una loca, le abracé y le pedí que no dijera esas cosas ni en broma. ¿Cómo iba a abandonarlo? ¡Es el amor de mi vida!

A esas alturas del relato de mi amiga, las lágrimas caían sin control por mis mejillas y ella intentaba por todos los medios mantener a raya su emoción para poder terminar de hablar.

—Se metió en la cama conmigo, a pesar de estar en el hospital, me acurrucó y me dijo que no se iba a ir a ningún sitio, que me amaba con todo el alma y que no me iba a dejar sola en los momentos malos.

—Qué bonito, Gloria —dije mientras me secaba la cara.

—La operación fue bien... —continuó— todo lo bien que podía ir, claro. Finalmente me extirparon los dos pechos, uno por tener el tumor y el otro por precaución, y me colocaron en la misma cirugía los implantes de silicona. Lógicamente el shock no fue tan grande... pero me llevó muchos meses, muchas lágrimas, muchas terapias, reconocerme en el espejo. Porque, seamos sinceras, a pesar de todo, mi cuerpo sí había cambiado.

—Ya... Lo siento, Gloria, no quería hacerte sentir peor; no quiero que recuerdes...

—Meme, lo recuerdo todos los días cuando me miro en el espejo. Soy joven aún, me recuperé bien, pero las cicatrices no las puedo borrar, las cicatrices no se van con la terapia, ni con los besos de Rubén, ni con los abrazos de mis hijos. Las cicatrices permanecerán siempre conmigo, me recordarán lo que pasé, me recordarán que lo superé, y... que ahora soy mejor de lo que era antes.

—Joder, Gloria. Te escucho y por más que te diga que te entiendo... Realmente no me puedo poner en tu piel.

—Ni tienes que hacerlo, Meme. Han sido muchos meses, incluso años. Pero hoy puedo sentarme frente a mi amiga de la infancia y decirle a la cara: lo conseguí.

Llegué a casa con el tiempo justo de coger la merienda de mi pequeño y los juguetes del parque; y casi agradecí el estar tan ocupada como para no dar demasiadas vueltas a la cabeza a todo lo que me había contado Gloria aquel día. Pero cuando llegué a casa y me encontré a mi marido en la cocina, poniendo una lavadora, la historia de Gloria y Rubén asaltó mi mente y mi corazón.

Una historia de amor.

Una historia de lucha... de superación. De valentía.

—Te quiero —dije desde la puerta, con mi pequeño Alberto en brazos. Observé como Sergio se levantaba y me miraba preocupado.

—Y yo a ti, cariño.

—No... no me entiendes. Te quiero. Te quiero tanto que no puedo imaginar perderte, que te pase algo. No puedo soportar imaginar que algo estropee esto. Lo que tenemos... —paré mi monólogo y abrace a mi niño, que se entretenía, ajeno a mi angustia, tirándome de un mechón de pelo.

No tuve que esperar ni un segundo antes de sentir los brazos de Sergio rodearnos a los dos; sus labios se posaron en mi sien y se apretaron dando un beso fuerte.

—Yo tampoco puedo imaginar mi vida sin ti, Meme. Pero dime, qué te ha pasado.

Tras llevar al niño a su cuarto, nos sentamos los tres en la alfombra a jugar a las construcciones. Fue entonces cuando le conté todo lo que había hablado con Gloria el día anterior, lo que había pasado esa misma tarde. Lo que me había afectado pensar que no había estado con ella para apoyarla en los malos momentos, lo que me dijo acerca de Rubén.

Sergio me miró, dejó hueco entre sus piernas y me colocó allí, para tenerme más cerca y poder abrazarme.

—Y ¿cómo está ella ahora? —me preguntó mientras acariciaba mi pelo.

—¿Ahora? Te parecerá una locura, pero... creo que lo más acertado es decir que está feliz.

—Me lo imagino...

—¿Te lo imaginas? Ha pasado por una experiencia traumática; una larga enfermedad, una cirugía... ¿Por qué te imaginas su felicidad? —pregunté extrañada.

—Meme, porque está viva.

Y fue entonces cuando todo encajó en mi cabeza... cuando entendí la sempiterna sonrisa de Gloria.

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