Fue hace mucho tiempo, ¿no te acuerdas?
Habíamos pasado toda la noche de discoteca en discoteca; bebiendo, bailando… Pero no era suficiente, no para lo que tenía en mente. Pusieron la canción de Enrique Iglesias, esa que no paraban de poner en la radio, y me puse a cantar. Pero tú me miraste frunciendo el ceño y empezaste a negar. Supuse que no te gustaba, que la odiabas, que estabas harto de ese ritmo pegadizo al que acudían todos los artistas de moda. Te diste la vuelta y te fuiste, sin decir adiós, sin mirar atrás.
Yo te seguí, riéndome, burlándome, creyendo que estabas bromeando. Te di alcance al cruzar hacia el paseo marítimo y cogí tu brazo para que pararas, porque yo llevaba tacones y tú corrías demasiado, pero no lo logré. No te detuviste. Te deshiciste de mi agarre de un manotazo; ni te giraste, ni te despediste. Quisiste desaparecer sin más.
Intenté reproducir en mi mente todo lo que había pasado, qué había hecho o qué había dicho que te pudiera sentar tan mal como para irte de ese modo. Pero nada de lo que pasaba por mi mente le daba sentido a esa huida precipitada.
Nos habíamos encontrado por la tarde en el chiringuito de la playa, nos reconocimos del año pasado y nos dimos dos besos. Me dijiste que ese año habías pasado de venir con colegas, que preferías estar a tu aire, descansar y conocer a gente nueva, ¿te acuerdas? Yo intentaba por todos los medios no fijarme demasiado en tu bronceada piel, no quería delatarme tan pronto.
Te dije que había venido solo tres días a descansar un poco del ajetreo de la gran ciudad y que también estaba sola. Nos reímos por la coincidencia, me invitaste a cenar y acepté. No sé si te lo he dicho alguna vez, pero esa tarde me puse muy nerviosa. Mientras me arreglaba e intentaba localizar en la pequeña maleta algo adecuado para nuestra cita, no paraba de pensar en que, después de tantos veranos observándonos en la distancia y manteniendo una relación de vecinos totalmente formal, por fin íbamos a tener una cita.
Llamaste al timbre de mi puerta y mi corazón galopó en mi pecho. Siempre me lo has recordado, «parecías una liebre asustada por los faros», decías, y a mí me entraba la risa.
Mantuvimos una conversación desenfadada, tú me explicaste que habías empezado a trabajar de redactor en una publicación. Yo te comenté que acababa de introducirme en el apasionante mundo de los seguros. Te reíste, porque según tú no me pegaba nada. Yo no podía estar más de acuerdo contigo. También me dijiste que tenías una hermana pequeña a la que adorabas, y que ejercías muy bien el papel de hermano mayor sobreprotector. Yo añadí que no parecías ser el típico hermano plasta. Volvimos a reír.
Hablamos del verano, de planes, de los amigos, de los enemigos, de la falta de ilusión... Te hablé de un nuevo proyecto que me traía entre manos, muy alejado del mundo profesional en el que me estaba metiendo, me animaste. Y menos mal que te hice caso, ¿verdad?
Terminamos de cenar y me invitaste a dar una vuelta. Caminamos uno al lado del otro hasta la heladería de mi amiga Inés; ella no estaba, pero te expliqué que la conocía desde que éramos pequeñas y veraneaba aquí con mis padres. Treinta veranos, dije. Tú me contestaste que no aparentaba esos años. Me dejé caer un poco hacia tu costado, golpeándote con suavidad el hombro, y empecé a coquetear contigo.
Todavía recuerdo tu risa, clara, sincera, única. Recuerdo que me quedé embobada con tu hoyuelo, ese que te sale en la mejilla izquierda y que siempre me ha vuelto loca; ese que te he llegado a morder mil veces y que tú te has encargado de explotar en más de una ocasión. Sabes que me pierde.
Mientras nos comíamos ese helado en la terraza tú me confesaste que el año anterior te quedaste con las ganas de hacer esto mismo y yo te pregunté por qué no lo hiciste. Me miraste fijamente, encogiste los hombros y te quedaste mirando hacia el mar, sumido en tus pensamientos, como has hecho tantas veces. Perdido en esa sombra, en ese pasado que más de una vez te jugó una mala pasada.
Lo dejé pasar, no quería estropear la noche, y enseguida te propuse ir al bar de tu amigo, ¿recuerdas? Me contaste que te gustaba ir allí porque la música no era estridente y te invitaba a conversar. Yo me extrañé, pero accedí con la condición de que después pudiéramos ir a la discoteca del puerto. «Hecho», me dijiste. Te besé la mejilla, me sonrojé y te di las gracias. Tú no hablaste más y yo, de nuevo, lo dejé pasar.
Hablamos, sí, de mil cosas que ya apenas recuerdo, hasta que escuché una canción que me gustaba y me lancé hacia la pista de baile. Bailé mucho, tú me mirabas desde la barra, con un gin tonic en la mano mientras yo intentaba seducirte, moviendo las caderas, intentando provocar que vinieras junto a mí. Pero no lo hiciste.
Cambiamos de nuevo de local, nos fuimos a uno que estaba cerca, más tranquilo, me explicaste, y allí volvimos a hablar. Te comenté que mis amigas llevaban dos años buscándome un novio formal y que, después de un desengaño amoroso que me hizo mucho daño, nunca he querido saber nada de novios. Tú te callaste, ¿recuerdas? En ese momento tu sonrisa parecía forzada, pero intenté no darle importancia.
Te llevé a otra discoteca que estaba cerca; esa vez sí que viniste conmigo a la pista. Me dijiste que la música te gustaba; era antigua, española y te soltaste un poco. Me cogiste de la cintura y te pusiste a cantar «¡Chiquilla!», gritándome la canción. Yo me reía sin parar, con un poco de vergüenza por todo lo que me cantabas a pleno pulmón, pero disfrutando tanto de ese momento… Creo que nunca te lo he dicho, pero esa primera vez que te vi así, me enamoré de ti. Nos tomamos otra copa, hacía calor.
Hubo un momento en el que te paraste frente a mí, ¿no te acuerdas? Me cogiste de las manos y me las acariciaste antes de entrelazar nuestros dedos. Todavía siento en mi piel ese estremecimiento, esa descarga, ese cosquilleo. Me asusté. Me asusté mucho y te dije que nos fuésemos de allí. Creo que te pensaste que nos íbamos a ir a tu casa o a la mía, porque sentí cómo me desnudabas con la mirada. Pero yo te arrastré al siguiente garito; si iba a pasar algo entre nosotros necesitaba desinhibirme un poco más. Ya te lo he dicho más de una vez: tenía miedo.
Recuerdo que no querías entrar en ese último sitio. Hoy lo sé, pero en aquél entonces lo único que necesitaba era salirme con la mía. Puede que fuera demasiado lejos, que estirara demasiado de la cuerda. No tuve en cuenta lo que tú querías en ese momento. Tardaste mucho tiempo en confesarme que lo único que querías era conocerme más. Pero me viste bailar como una loca al ritmo machacón de la canción del verano y te recordé a ella, la misma chica que te traicionó, que te engañó con tu mejor amigo.
Me quedé plantada en el paseo marítimo, mirando tu espalda, extrañada por tu comportamiento; sin saber qué hacer, ni qué pensar, ni cómo actuar.
Tú no lo sabes, nunca te lo he dicho, pero ese día me rompiste el corazón un poquito. Pensé que contigo podría construir algo, que podría surgir algo bonito. ¿Sabes?, te eché de menos en ese mismo instante. Aunque todavía podía ver tu espalda alejarse de mí, ya te necesitaba a mi lado, ¿no crees que era una locura sentir algo así, sin apenas conocernos?
Me quité los tacones y, sin pensármelo dos veces, caminé hasta la playa. Salté el poyete que delimitaba la acera y hundí mis pies en la arena helada. La sensación hizo que se me pusiera la carne de gallina, pero me vino bien. Quería despejarme y sacudirme la tristeza que me había invadido con tu marcha.
Cada paso que daba hacia el mar me alejaba más de ti, me hacía pensar más en la extraña noche que habíamos pasado.
Juraría que fue antes de llegar a la orilla cuando decidí que no me daría por vencida contigo. Siempre te he dicho que lo nuestro no era un simple romance de verano, siempre te he dicho que lo nuestro era más. Ya entonces lo supe, y no me he equivocado, ¿verdad?.
Me senté en la arena, dejé los zapatos a un lado y me abracé las piernas intentando darme un poco de calor. La brisa helaba a esas horas de la noche, pero me dejé llevar por el rumor de las olas jugando con las conchas en la orilla, por el brillo de la enorme luna sobre el mar, por el olor a salitre.
No fui consciente de que estabas a mi lado hasta que noté el calor de tu chaqueta sobre mis hombros. Me asusté. Tú sonreíste y yo me llevé una mano al pecho intentando que el corazón permaneciera en su sitio, aunque si te digo la verdad, todavía no tengo claro si la velocidad con la que bombeaba sangre al resto de mi cuerpo era producto del sobresalto o de tu cercanía… quizá fuera una mezcla de ambas.
Me pediste perdón. Yo te miré sin saber qué decir. Entonces me contaste lo que te pasó con aquella chica, no querías repetir los mismos errores, yo te gustaba. Me lo dijiste casi en un susurro, como queriendo pasar desapercibido, pero yo te escuché. Corté tu monólogo con un simple «a mí también me gustas», tenía pensado decirte que yo no era ella, que no te confundieras; que no iba a engañarte y que me dieras una oportunidad. Pero todo se quedó en mi pensamiento, nada te pude decir.
Cuando sentí tus labios sobre los míos pensé que lo había soñado, que lo había imaginado, que en realidad era la brisa del mar, pero cuando te separaste y sentí tu cálido aliento sobre mi rostro supe que era verdad. Me habías besado y yo no te lo había devuelto. Vi la duda reflejada en tus ojos y negué, con miedo a que te fueras de nuevo, con pánico a que me dejaras sola.
Mi mano acudió rauda a acariciar tu rostro y esta vez fui yo la que inició el beso. El aire retenido en tus pulmones escapó de tu boca chocando contra el mío. Tu lengua salió rauda, buscando el áspero contacto de la mía. Yo te recibí, me entregué por completo en ese beso. Quería hacerte saber que me gustabas, que confiaba en ti. Hoy te digo que fueron muchos veranos los que deseé hacer eso que estábamos haciendo, los que me imaginé a qué sabrían tus besos. Hoy te digo que tus besos saben al mar mediterráneo. Pero no te rías. Sí, ya sé que soy una cabecita loca, que soy demasiado romanticona; ya sé que para ti siempre seré una sensiblera sin remedio, pero eso es lo que siempre he pensado.
Me tumbaste sobre la arena, despacio, saboreando el momento, deleitándote en los besos que me prodigaste. Y yo me dejé llevar, totalmente cegada por la fuerza del deseo que me empujaba desde dentro. Como siempre, como cada vez. ¿No crees? ¿No piensas que lo nuestro es algo irrepetible? ¿Que es imposible que nadie sienta lo mismo que sentimos nosotros? ¿Que es imposible que alguien tenga en su vida lo que tenemos nosotros en la nuestra?
Y es que siempre me has hecho sentir única a tu lado, ¿no te lo he dicho nunca? Pues te lo digo ahora, aunque sea tarde, aunque ya no tengamos tiempo. Quizá esa primera vez fuera especial, pero todas las demás… todas las demás las hemos hecho maravillosas. Sin embargo, esa fue la que nos marcó para toda la vida, de lo contrario no hubiéramos tenido esta vida tan maravillosa en común.
¿Sabes? Si cierro los ojos te veo perfectamente, con tus morenos rizos cayendo sobre tu frente mientras me acariciabas, con tu mirada brillando de excitación, con tu boca entreabierta, jadeando... ¿Fue solo deseo? Me refiero a esa primera vez, ¿crees que solo fue el deseo lo que nos empujó a terminar allí, sobre la arena de la playa? ¿O quizá ya sabíamos que llegaríamos hasta aquí? ¿Que recorreríamos todo este camino?
Ojalá volviéramos ahora a esa playa; me gustaría sentir de nuevo tus cálidas manos sobre mí, que erizaras mi piel, que hicieras magia sobre mi cuerpo. Cómo me gustaría saber si te acuerdas, cariño.
Tengo grabados en mi mente todos y cada uno de los pasos que dimos aquella noche. Tus manos desnudándome, las mías quitándote la ropa, tu lengua en mi cuello, mis dientes clavados en tu hombro, tus caricias certeras en mi intimidad y yo gimiendo, dejándome llevar, deshaciéndome entre tus dedos. Recuerdo que me susurraste algo al oído, algo que me puso a cien, aunque no recuerdo las palabras exactas. Era algo así como que necesitabas clavarte en mi interior; sí, esas fueron las palabras: «necesito entrar en ti», dijiste. Yo no te contesté, sin embargo te invité abriendo mis piernas.
Nos entraron las prisas, el envoltorio del preservativo que casualmente llevabas en la cartera no quería abrirse y te entró la risa. Yo te lo quité de las manos y con precisión cirujana conseguí colocarlo en su sitio. Tú me miraste, ¿te acuerdas? Yo sí, jamás olvidaré la forma en que me miraste esa noche, en ese momento, de rodillas entre mis piernas, con tu excitación apuntándome. «¿Estás segura?», preguntaste. Yo asentí, con la ansiedad creciendo exponencialmente a cada centímetro que avanzabas a mi encuentro.
Sentirte en mi interior… Dios santo, sentirte en mi interior aquella primera vez fue un momento mágico. Me sentí conectada a ti con cada partícula de mi ser, y supe con seguridad que ya no había vuelta atrás. Adiós a mis reticencias de no querer nada serio con nadie. Con un suave balanceo nos dimos la bienvenida. Tu cuerpo conoció al mío, se examinaron, se gustaron. ¿Te burlarías de mí si te dijera que esa primera vez la he imaginado muchas noches en tu ausencia? Hoy es día de confesiones, por eso te lo digo. Muchas veces he vuelto a imaginarte devorando mis pechos, empujando tus caderas contra las mías, gimiendo en mi oído… tu cuerpo sobre el mío, golpeando fuerte, con hambre, con necesidad.
Mi segundo orgasmo asoló mi cuerpo demasiado pronto. ¿Sabes?, me hubiera gustado alargar ese momento hasta el amanecer. No fue posible. Terminaste a continuación entre gemidos y gruñidos mientras succionabas mi labio inferior.
¿Acaso no te acuerdas? Yo sí… a cada momento, a cada instante desde que estás así. Cada segundo del día recuerdo nuestro pasado, nuestro presente y deseo con todas mis fuerzas un futuro.
Por que no ha sido suficiente. Para mí no ha sido suficiente. Quiero que la luna de verano vuelva a ser testigo de nuestro amor, quiero que vuelvas a susurrarme palabras de amor al oído, que vuelvas a decirme «te quiero». Necesito que calientes mis noches con tus abrazos bajo las sábanas, que te burles de mis despistes; que me hagas el amor mientras me dices dulces palabras de amor… Y que me folles, con fuerza, contra la pared o sobre la encimera de la cocina. Lo necesito para seguir viva.
Porque aquél día, ese en el que te arrancaron de mi lado para postrarte en esta cama, yo no estaba preparada para decirte adiós. Sigo sin estarlo. Por eso vendré cada día de cada semana, de cada mes, para hablarte, retenerte, sujetarte, recordarte.
Aunque odie verte así, aunque maldiga estar pendiente de ese pitido intermitente que te mantiene atado a la realidad, aunque nuestros hijos se pongan en lo peor y aunque los médicos nos digan que ya eres muy mayor. Vendré; vendré y te hablaré de las lunas de verano que nos han visto amanecer.
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