Yo estoy casada. Si alguna vez me has leído ya lo sabes porque he escrito varias veces sobre esto, pero por si es la primera vez que me lees, te informo. Sí. Soy una mujer casada. Y antes de casarme viví muchos años con mi pareja. Y antes de irme a vivir con mi pareja estuvimos muchos años como novios.
El caso es que cuando vimos que lo nuestro iba en serio, cuando pensamos en el futuro a largo plazo, dijimos: "ni yo me meteré mucho en tus cosas - manías, ni tú en las mías".
Genial, ¿no?
Puedo decir que llevamos casi veintidós años juntos y hemos cumplido esta norma... Bueno, excepto por un pequeño detelle. Y es que desde que soy madre algo ha cambiado. Ya no veo esa libertad en el individuo como algo necesariamente bueno.
Mi marido tiene una camiseta (o trapo, por que no creo que le podamos seguir llamando así) a la que le tiene un cariño especial. Todos hemos tenido esa prenda. Esa camiseta, sudadera, pijama o pantalón tan viejo como suave, que te da gustirrinín ponértela nada más llegar a casa después de un arduo día de trabajo. Esa prenda que adoras y que te hace sentir en casa. Esa que de repente cuando llegas del cole ya no ves por ningún lado porque tu madre la ha tirado a la basura. Y entonces te prometes a ti mismo que jamás de los jamases harás esa aberración porque el disgusto de no tenerla en tu armario te ha durado un par de semanas.
En fin...
Mi marido la tiene. Era negra, ya es gris. Tenía un logo del gimnasio al que iba hará quince años y el logo ya no se distingue. Tenía un cuello por el que meter la cabeza y dos mangas cortas para meter los brazos, ahora soy incapaz de saber a qué parte del cuerpo corresponde cada agujero.
No sabéis, no os podéis imaginar las ganas que tengo de tirarla, quemarla, destruirla, cortarla en trocitos, desintegrarla...
Y yo que voy de tía moderna por la vida; que siempre he dicho: yo me ocupo de mi ropa, tú de la tuya. O: yo organizo mi armario, tú el tuyo. O: yo compro mi ropa, tú la tuya. Yo que siempre he sido total y ferviente defensora de la libertad del individuo dentro de la pareja, me descubro peleando con la madre que habita en mí. Peleas de las gordas además, de las de cogernos de los pelos para ver quién tira más fuerte.
¿Por qué ha tenido que aparecer? Con lo agusto que yo estaba sin hacerla caso. Regodeándome en la sensación tan guay de ser su mujer no su madre. Que ya lo dice la Jlo, que no somos sus madres.
Bueno, pues la muy asquerosa está conmigo y hace que le mire de reojo, ¡y que le levante una ceja! La tía borde hace que le diga que se le ve la tetilla por el agujero del sobaco o que le pregunte si no pasa frío. Y encima la impertinente se atreve a amenazar en plan: un día llegas a casa y ya no la ves.
Nooooooo, ¡mamá sal de mí! ¿Cómo osas elevar un simple pensamiento a amenaza real? Porque encima es real, porque cada vez me dan más de ganas de hacer que la puñetera camiseta desaparezca de mi vista. Y él lo sabe, porque últimamente también me mira de reojo, desafiándome. Porque si yo empiezo tirándole esa camiseta, él es capaz de tirar mis pantalones de pijama de osos rosas que tiene algún que otro agujero en la entrepierna, pero que son suuuuuper cómodos y calentitos.
Entonces pienso de nuevo que soy una mujer de hoy en día que pa-ra-na-da se parece a su madre y nunca, nunca, jamás voy a hacer lo que no quiero que hagan conmigo. El problema es que desde que soy madre, la mía (mi madre) sale cada vez más a menudo y está conquistando territorio. Me sale el ramalazo y no puedo evitarlo. Es como si durante toda mi tierna infancia mi madre se hubiera encargado de grabar mensajes subliminales en mi disco duro y ahora se reprodujeran solos. Han hecho click. Se han activado. A ver cómo hago ahora para hacer que se calle...
De momento creo que voy a llamar a mi suegra para que venga a tirarle la camiseta-trapo a la basura a su hijo.
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