Después de terminar de leer esta semana a Saray García y su bilogía, y de sufrir y disfrutar con ella en la misma medida, he decidido tomarme una semana de calma literaria antes de volver a la carga en las vacaciones. Por eso, esta misma mañana al entrar en el metro, he abierto mi carpetita en el móvil con los documentos con embriones de futuras entradas para el blog y me he puesto a escribir… ¡Por fin!
Estaba muy centrada, intentando adaptar un hecho que me pasó la semana pasada en una antigua idea, cuando algo me ha hecho levantar la cabeza y mirar a mi alrededor. No sabría decir si ha sido por escuchar algún jadeo de las personas que tenía a mi lado, o quizá haya sido la certeza de sentir una clara tensión sexual que casi se palpaba en el ambiente, puede incluso que haya sido la llamada de la naturaleza, esa en la que las hembras se hacen las que no quieren nada cuando ven a un macho danzando por delante de ellas. El caso es que he levantado la vista hasta que me he topado con ÉL, así en mayúsculas, y porque no puedo poner unas luces de neón como tipografía en el blog, que si no…
Caminaba despacio por el andén, con un vaquero desgastado y una camiseta blanca que destacaba un leve bronceado y dejaba entrever un tatuaje tribal en el bíceps. Moreno, con barba de cinco días y ojos grandes y oscuros; un cuerpo de infarto, presupongo que cultivado en gimnasio o entrenando en un equipo de waterpolo, o de fútbol, ¡vete tú a saber!
El caso es que era un tío de los de anuncio y en mi mente, la Aretta Franklin no paraba de cantarme al oído igual que en el anuncio de Coca Cola; además el cabronazo iba caminando al compás, marcando cada paso a posta para hacernos entrar en combustión; no te creas tú que era patizambo o iba haciendo el gili, no, no, para nada. Iba caminando siendo consiciente de lo que provocaba a su paso: una pérdida irremediable de ropa interior.
Ha pasado por delante mío, y yo, casi sin darme cuenta, he retenido el aire y le he echado una miradita al culo. ¡Y qué culo! Lo mismo ha pensado una señora que estaba a mi izquierda, porque me ha mirado con una sonrisita de: “Ey, tú también lo has visto…”
Me he encontrado afirmando imperceptiblemente, cuando al mirarle de nuevo he visto que se sentaba en uno de los bancos del andén. Y yo he suspirado hasta que Aretta ha hecho un gallo y ha dejado de cantar al fijarse cómo ÉL se llevaba el dedo a la nariz. ¡El dedo a la nariz! Y no ha sido un me pica, me rasco. No. Ha sido una excavación en condiciones, de las de entrar hasta el fondo y dar vueltas y vueltas hasta encontrar el botín.
Como era de buena mañana y no me apetecía nada que el desayuno me sentara mal, no me he quedado mirando para ver si lo encontraba o no. Ni yo, ni ninguna de las diez féminas que antes estudiábamos con curiosidad científica su perfecto trasero y la cadencia de sus caderas al andar. De repente era mucho más interesante la catenaria, la tira reflectante del suelo, el candy crush…
Y es que ya lo decía mi madre: “Hija mía; fíjate bien que no es oro todo lo que reluce”.
;)
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