La mayoría de vosotros, que ya me conocéis, sabéis que escribo en el metro. Mis musas, por decirlo de algún modo, viven allí, entre la gente, en los andenes, en los vagones...
La semana pasada me pasó algo. Algo que no me quito de la cabeza y que por eso transcribo en mi blog. Algo que me hizo sonreír tanto que creía que se me iban a saltar los empastes. Algo que quiero recordar y compartir.
Era jueves y salí del trabajo un poquito más tarde de lo normal, pero iba tranquila, sin agobios, recreándome en mi alrededor, escuchando la música de mi lista de reproducción favorita y pensando en mis personajes. Cuando me subí al metro tecleé en el móvil a la velocidad del rayo una escena, un diálogo; quería avanzar en el nuevo capítulo porque estaba inspirada y me enfurruñé un poco cuando llegue a Avenida de América y tuve que parar de escribir para hacer el transbordo. Seguí pensando en ellos, construyendo en mi mente lo que, nada más llegar al andén, escribiría como continuación, hasta que me distrajo un sonido persistente que superaba el volumen de mi música. Alguien arrastraba una maleta detrás de mí, con prisa. Aceleré el paso, espoleada por el ruido, y me colé en el andén central. La maleta seguía detrás de mí, quería que me adelantara, pero la avalancha de gente que salió de uno de los trenes me lo impidió. No reduje la velocidad y cuando llegué me pegué a la pared para que la persona que estaba detrás de mí siguiera su camino. Todo pasó muy rápido. Del lateral apareció una chica, sonriendo y llorando, y la persona que por fin me adelantó, un chico moreno, dejó caer la maleta a mis pies y abrazó a la chica, justo delante de mí. El modo en que ella se acurrucó en sus brazos, la forma que tuvo él de sostenerla, de apretarla, fue algo tan especial... Yo no podía ver la cara de ella, pero si la de él. Sonreía, satisfecho, mientras besaba la cabeza de la chica. Yo quise apartar la mirada, darles intimidad, pero no podía. De hecho, os confieso que estuve tentada de quitarme los cascos para escuchar lo que se decían. Pero la cordura volvió a mí y me centré en la música, sonaba Chi de Mando Diao; sonreí cuando ellos empezaron a moverse en un suave vaivén casi al ritmo de la música. Durante ese abrazo mágico yo pensé que bien podría utilizarlo para un relato, o incluírlo de algún modo en alguna de las historias que tengo entre manos. Un reencuentro... un reencuentro permanece en nuestra mente y en nuestro corazón para siempre. Pero cuando me morí de amor fue cuando se separaron, muy despacio, y él, después de secarle las lágrimas, la besó. No fue un beso apasionado, fue uno dulce y contenido, blandito, suave. Transmitían tanto amor, desprendían una energía tan especial, que yo solo pude aguantarme las ganas de colgarme cual koala entre ambos.
Suspiré demasiado alto y la chica me miró por un nano segundo, pero volvió a su refugio, porque que yo estuviera con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos llorosos no era importante. Lo importante era que ellos estaban juntos, lo importante era ese reencuentro, grabar a fuego en la memoria sensaciones, olores, palabras... No se separaron cuando llegó el metro. Ellos permanecían en su burbuja, disfrutando, y yo, procurando no molestarles, los esquivé mientras chorreaba almíbar a cada paso.
El metro se fue, ellos se quedaron en el andén y yo ya no les vi más. Pero su reencuentro se ha grabado en mi corazón, y permanecerá en este rinconcito por bonito, por especial... porque, aunque el día de mañana se tiren de los pelos, se peleen por quién tiene que recoger la cocina o se vuelvan grises e infelices, en ese instante, en ese andén, aquél día que yo salí más tarde del trabajo, vivieron un momento que permanecerá en sus memorias, y en la mía, para siempre <3
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