A mi amiga Maya
Aquel día de Noviembre, Johana se sintió como una quinceañera en pleno episodio fan.
Era una locura, sí, pero una locura deseada. Y para qué engañarnos, necesitada.
Veinte años de desidia habían tenido la culpa de esa decisión; años en los que los buenos momentos casi se contaban con los dedos de las manos. Momentos que al principio compensaban los malos, pero que hacía ya tiempo que dejaron de hacerlo.
Al poco tiempo de casarse con Abel, a los pocos meses, él ya empezó a mostrarse como verdaderamente era. Desapasionado, arisco y desconfiado eran los calificativos que mejor le definían, aunque no los únicos. Sus ideas retrógradas y machistas fueron minando poco a poco la confianza de Johana, pero gracias a dios se acabó.
La última lágrima que derramó por él fue hace ya más de un año, y se prometió que nunca más se dejaría amilanar por su marido. Él pretendía seguir teniéndola en casa, para satisfacerse cuando él quisiera y sin tener en cuenta las necesidades de ella. Así que, tras gritos, reproches y llantos decidió dejar de dormir con él.
Ella se mudó al cuarto de invitados y él se mantuvo en el principal.
Así, de la noche a la mañana, se encontró con que ya no tenía un marido, tenía un compañero de piso. Sólo se comunicaban para hacer la compra, pagar las facturas y quedar con los amigos comunes para que no sospecharan nada.
Pero eso, para el ánimo de Johana, casi fue peor. Se sentía una farsante, una pésima actriz interpretando el papel de su vida. Tenía que cambiar.
Algo tenía que hacer.
El día que cumplió los cuarenta fue el detonante. Aquél día viajaba en el metro camino del trabajo cuando sin querer escuchó una conversación en el vagón entre dos amigas. Ambas habían quedado con unos tíos que habían conocido por Internet en una página de contactos. Una alababa a su pareja mientras que la otra la envidiaba porque la suya no había resultado ser lo que prometía. Pero ella se quedó con la experiencia de la primera.
Eso era lo que necesitaba. Era lo que su cuerpo, su mente y su corazón le pedían a gritos.
Llegó a casa y, después de gruñir unas buenas tardes a Abel, se encerró en su cuarto. Una hora estuvo introduciendo datos, asegurándose de que esas páginas eran seguras, leyendo y releyendo las cláusulas de confidencialidad.
Cuando le dio a «aceptar» estaba nerviosa. No se arrepentía de lo que había hecho, pero se encontraba con mal sabor de boca y la razón era sencilla: estaba casada con Abel, o al menos eso ponía en un papel, y estaba totalmente decidida a engañarle.
Otras dos horas pasaron sin que nada sucediera, y otros dos días más en los que cada hora, ansiosa, miraba sus mensajes.
Con cuarenta años y tres días le conoció.
Se llamaba Carlos, o eso ponía en su perfil. Habían estado chateando todas las noches sin excepción durante tres meses y cada vez se gustaban más, se abrían más.
Carlos fue el primero en pedirle una foto y le pidió una real. Que no pusiera ninguna de una modelo o de alguna amiga que le hiciera el favor porque lo sabría.
Johana le pidió lo mismo.
A los pocos días fue ella la que decidió preguntarle si tenía webcam y a los pocos minutos ambos se veían a través de la pantalla, a tiempo real, por primera vez.
Para Carlos estaba claro que se tenían que conocer en persona. Que la tenía que tocar y que quería probar sus labios porque desde el primer intercambio supo que ella era distinta, que era especial. Tenía una belleza limpia, sin artificios, y después de todo lo que veía en el gimnasio, chicas con kilos de maquillaje haciendo spinning, era de admirar.
Eso era.
La admiraba y por esa razón la quería conocer.
Cuando Carlos le propuso quedar y tomar unas cañas en un sitio céntrico de Madrid, Johana se bloqueó y apagó el ordenador, sin más. Empezó a dar vueltas y vueltas por su cuarto pensando en qué cojones estaba haciendo. Estaba casada y estaba decidida a ponerle los cuernos a su marido. Marido que por otra parte dormía al otro lado del pasillo y se la pasaba evitándola desde hacía… ¿veinte años?
Decidida a terminar con la angustia fue a la cocina para ayudar a Abel con la cena. Intentó mantener una conversación civilizada en la que ella preguntaba y él contestaba con monosílabos… Se lo estaba poniendo fácil. Pero la decisión la tomó al ver como él cogía su plato y se despedía de ella con un «yo voy a cenar en el salón».
Johana estuvo a punto de darse cabezazos contra la pared.
¿Sería tonta?
¿Cómo podía volver a caer una y otra vez en la misma trampa? Abel no iba a cambiar. Ese hombre tenía que resolver sus mierdas y dejarla en paz…, y mientras esto pasaba ella no se iba a encerrar en casa ni iba a fingir ser una cosa que no era.
Dejó la cena intacta y se encerró de nuevo en su cuarto para chatear con Carlos, pero él ya se había desconectado. Entonces hizo lo que nunca pensó que haría: utilizar el móvil que él le facilitó semanas atrás para poder localizarle.
Carlos contestó a su WhatsApp casi al segundo siguiente. Le sorprendió tener noticias de ella después de haber cortado la comunicación de esa forma tan drástica. Pero allí estaba, mandándole mensajitos por el móvil para saber si se había enfadado o si estaba molesto porque le había dejado con la palabra en la boca; y no era el caso la verdad. Moría por quedar por fin con ella. Tenía que verla, tenía que averiguar si tenían esa chispa también en persona. Saber de una vez por todas si lo que estaba sintiendo por ella era real o solo una ilusión.
Quedó con ella esa misma noche en el Boulevard de Sainz de Baranda.
Estaba nerviosa, le sudaban las manos y el corazón parecía que se hubiera instalado en su garganta. A ratos no podía respirar y tenía que parar a tomar aire. Tras vaciar el armario encima de la cama unas tres veces, y decidir que iría más bien cómoda pero arreglada, se metió en la ducha para prepararse. Todo bien depilado, maquillado, peinado. Hora y media después no se conocía ni ella.
Ella no quería encontrarse con Abel, porque no quería tener que dar explicaciones de lo que estaba apunto de hacer. Mejor no decía nada y así no hería sus sentimientos, aunque en el fondo se lo mereciera.
—¿Dónde vas tan arreglada?
—A ti no te importa dónde voy.
—Sí me importa, soy tu marido.
Johana le miró y se echó a reír.
—No, no lo eres, Abel… Y ahora si no te importa, llego tarde.
Cuando salió por la puerta creyó escuchar un golpe de algo rompiéndose contra la pared, pero no quiso mirar atrás.
Estaba decidida. Esa noche volvería a ser ella, la alegre Johana que una vez fue.
La vio en la calle antes de que ella se diera cuenta de que estaba sentado ya en una de las mesas de la terraza, al lado de esas estufas tan feas que ahora decoraban medio Madrid. Pero cuando realmente su corazón empezó a latir con fuerza fue cuando sus ojos coincidieron con los de ella y se le iluminaron en señal de reconocimiento.
Se levantó para recibirla y al agacharse a su altura para darle dos besos, y por fin tocarla, se sintió perdido. Fue su aroma; una mezcla entre su perfume y la ropa limpia, dulce y fresco al mismo tiempo. Se encontró sonriendo como un tonto mientras ella se disculpaba por la tardanza. Palabras que entraban en su sistema como una suave melodía.
Lo había embrujado.
Automáticamente pensó en ese cuerpecito pegado al suyo y deseó poder enterrar su nariz en el hueco de su cuello mientras ella le decía cosas bonitas al oído con esa voz.
Sería el puto paraíso...
—¿Estás bien? —preguntó ella, nerviosa porque no había abierto la boca nada más que para decir «hola».
—Sí, sí. Perdóname por favor.
Sonrió mientras separaba la silla a su lado y la invitaba a sentarse a su lado. Ambos se sonreían, nerviosos.
—Todavía no he pedido —explicó mientras levantaba el brazo para llamar al camarero—. ¿Tú qué vas a tomar?
—Una clara con limón.
Él se volvió, sonriendo. Pediría lo mismo.
Mientras Carlos pedía, Johana pensaba en cómo hacerle saber la verdad. En cómo hacerle entender que estaba casada pero que su matrimonio era una farsa de cara a la galería. Y decidió contárselo sin más, porque ya sabía por todas las conversaciones que habían tenido que su vida era complicada. Ahora solo tenía que confesar cuál era esa complicación.
Carlos la escuchaba con atención. Apenas metiendo baza para que le aclarara algunos puntos. Por un momento quiso cogerla de la mano y animarla para que se divorciara del tal Abel. Para que confiará en él. Pero tenía que ser sincero y no podía sacarla de una relación para meterla en otra.
Miró esos ojos castaños, que ya le llamaron la atención a través de la pantalla del ordenador, y supo que quería estar con ella, pero que no iba a ser nada fácil. Sin embargo también pensó que ella bien merecía la pena el esfuerzo.
—Me siento mejor ahora que ya te he contado todo —confesó Johana antes de terminar su segundo vaso de cerveza con limón.
—Y yo me siento agradecido porque has confiado en mí.
—¿Y tú no tienes algún secreto escalofriante que confesar? Sin duda me sentiría mucho mejor —bromeó ella guiñando un ojo.
Carlos se quedó embobado mirando su rostro y su filtro desapareció.
—Quiero besarte.
Johana no estaba segura de haber escuchado bien; llevaban ya casi dos horas hablando y en cada roce «accidental» había aguantado la respiración.
—¿Perdona? —preguntó con voz temblorosa.
—Quiero besarte —repitió él —. Quiero hacerlo desde que te he visto aparecer por la calle Menorca.
—Pues hazlo —dijo ella.
Casi no le dio tiempo a procesar lo que acababa de pedir porque Carlos ya había estampado sus labios contra los de ella.
Besó con fuerza y a la vez con reservas, conteniéndose para no cogerla de la cintura y colocarla sobre él. Y ella se dejó hacer, porque en la vida la habían besado así. Solo con los labios, pero con tanto anhelo...
Cuando se separaron y se miraron a los ojos sabían cómo terminaría esa noche.
Cuando Carlos abrió la puerta de su casa no sabía cómo seguiría el encuentro. Quería que fuera Johana la que marcara el ritmo porque era ella la que tenía una gran mochila a sus espaldas. Pero no tuvo que esperar mucho, ya que al dar la media vuelta se encontró con hambre en su mirada. Fue ella la que se abalanzó sobre él importándole bien poco las consecuencias.
Era fácil dejarse llevar por el momento. Era fácil porque no tenía que estar pensando en si a Carlos le gustaría lo que hacía o no, si estaba bien o si estaba mal, si tendría ganas o si no... Era fácil porque él era así. Sin dobleces ni rarezas; la animaba a ser ella porque le gustaba tal y como era.
Ambos sabían que era pronto, que no deberían dejarse llevar en la primera cita cara a cara, pero ninguno de los dos tenía fuerzas para parar. Y es que desde ese primer simple roce de manos en la terraza no habían podido parar de tocarse. El roce dio lugar a una caricia y la caricia a un beso. Y ese primer beso, tan cálido y necesitado, dio paso a otro voraz, hambriento…
Se habían gustado antes de saber cómo era físicamente el otro; se habían atraído al verse por primera vez en la pantalla. Pero estar así, frente a frente, lo único que provocó es que todos esos sentimientos convergieran entre sí dando lugar a uno solo: el más puro deseo.
Por eso no podían parar.
Por eso no querían hacerlo.
Fue al abrazarse tan fuerte cuando notó aquella dureza contra su estómago y enloqueció. No pensaba, solo sentía. Sentía como nunca lo había hecho antes, porque aquellas caricias, aquellas manos que apretaban sus caderas, que curiosas fisgoneaban bajo su jersey, no lo hacían como algo mecánico. Lo hacían con una verdadera y apremiante urgencia por sentirla.
La ropa voló antes de llegar al dormitorio. Entre besos, risitas y jadeos consiguieron llegar a la cama y se dejaron caer.
Carlos paró y observó a esa pequeña mujer a los ojos.
—Eres preciosa —susurró cerca de ella.
—No lo soy...
—Sí no lo fueras no me tendrías así —aseguró mientras cogía una de sus manos y la dejaba en su erección.
—Dios mío, Carlos... —Quiso seguir hablando pero no pudo porque notó la fría mano de él tantear en su entrada. Ella gimió y abrió las piernas, invitándole en silencio.
—Muero por estar dentro de ti, Johana…
No dijeron nada más.
Carlos buscó el preservativo en la caja que guardaba en la mesilla de noche y se lo colocó mientras ella lo miraba con hambre. Su respiración errática, su centro húmedo, sus labios hinchados muestra de los besos dados… Y todo era por y para él.
Ambos dejaron escapar un silencioso suspiro de placer al unir sus cuerpos. Simplemente delicioso.
Esta vez Johana no estaba agobiada al sentir un pesado cuerpo sobre ella. Al contrario. Se abrazaba a él con brazos y piernas, ayudando a los movimientos de Carlos, apremiándolo para que lo hiciera más fuerte.
El cuarto de Carlos se llenó de jadeos y besos, de gruñidos, del chocar de los cuerpos desnudos de ambos mientras creaban una erótica melodía.
En algún momento, entre tanto movimiento de cadera, Johana decidió cambiar de posición y fue algo maravilloso porque él accedió de buena gana. Se colocó encima de él y cabalgó con fuerza, sabiendo que así no iba a durar demasiado.
—Vamos, nena... —pedía entrecortadamente—. Vamos. Dámelo. Córrete.
Y esas palabras, dichas en el calor del momento, mientras tironeaba de sus pezones y apretaba sus pechos con fuerza, fueron el desencadenante de su brutal orgasmo.
Carlos se dejó ir con un leve quejido, con casi un lloriqueo y pensó que había sido el mejor sexo de toda su condenada vida.
La abrazó.
La abrazó y la miró.
Y supo que quería más.
—¿En qué piensas? —preguntó ella mirando los ojos azules de Carlos. Estaba nerviosa, a lo mejor para él había resultado ser una mierda.
—En que eres maravillosa —respondió mientras observaba como se bajaba de él y se tumbaba a su lado. Escuchó aquella risa y su corazón se encogió.
—No soy maravillosa —recriminó ella, encantada y avergonzada al mismo tiempo por el piropo.
—Lo eres, y no quiero que nadie te diga lo contrario. —La miró mientras se colocaba de lado y acariciaba los labios hinchados de Johana con sus dedos—. Eres la mujer más maravillosa que he conocido.
—Llevo demasiado tiempo escuchando lo contrario —confesó ella, con ojos llorosos y sintiéndose feliz por haber encontrado a Carlos en esa página de Internet.
—Pues entonces me encargaré de recordártelo cada día, hasta que te lo creas.
—Quizá no lo crea pronto.
—Insistiré.
Johana cerró los ojos, porque con esas simples palabras le decía tantas cosas.. .
Sonrió.
Sonrió feliz mientras pensaba en que quería a Carlos en su vida. En todos y cada uno de los días de su vida.
—Johana.
—Dime.
—Hay algo que quiero hacer
—¿El qué?
—Quiero besarte, otra vez.
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