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Foto del escritorDulce Merce

QUÉDATE

Estaba oscuro y se escuchaba una suave melodía de fondo. Era triste y te invitaba casi, inevitablemente, a cerrar los ojos y mecerte de un lado a otro, despacio.

Apenas pasaron unos minutos cuando sintió las ásperas manos sobre su piel. Se le aceleró la respiración y cerró la boca con fuerza para que no se escapara el gemido que luchaba por salir.

Calor...

Un calor abrasador irradió desde sus brazos desnudos hasta su intimidad, haciendo que se estremeciera por la marea de sensaciones que recorrió su cuerpo.

No era fácil...

No era fácil olvidar todo y afrontar lo que estaba pasando. Tantos años de negación, tantos años de autoconvencimiento. Aquello no estaba bien, lo sabía, pero ya no tenía fuerzas.

¿Qué pasaría si se abandonaba, si cerraba los ojos y, simplemente, cedía?... ¿Cómo seguiría de ahí en adelante?

Lo amaba.

Lo amaba con todas sus fuerzas y tenía miedo, pánico, a no ser correspondida. A ser una más.

Echó la cabeza hacia atrás al sentir esas ásperas y cálidas manos subir hasta sus hombros. No sabía ni cómo ni cuándo, pero ahí estaba, casi apoyada en su cuerpo.

Se retiró de golpe, porque no podía. No podía dejarse llevar; él estaba casado con su mejor amiga, ella estaba separándose de su marido. Era un imposible porque sabía que después de haberla apuntado en su lista de conquistas, él buscaría a otra, y para eso... Para eso no estaba preparada.

Se acercó a la puerta en penumbra y cogió el picaporte.

Se marcharía... Se marcharía lejos y no miraría atrás.

Cuando ella le rechazó y se dirigió hacia la puerta, él se sintió ofendido. Había hecho caso de su instinto, de ese que le avisaba cuando una mujer era receptiva a sus caricias. La observó durante meses y lo supo. Lo vio en sus gestos, en sus miradas a medias, en sus sonrisas. Él pensó que caería rendida a sus pies; que solo tendría que hacer lo que hacía con todas: un par de horas de cortejo, revolcón asegurado. Sin embargo, esta vez no había funcionado.

Frunció el ceño. Ella no se podía escapar así. Le había estado volviendo loco durante todo este tiempo... No, ella no se iría sin más.

Avanzó con rapidez hacia la puerta cerrándola de golpe al mismo tiempo que ella giraba el picaporte. No la dejaría ir tan fácilmente.

Se había casado con su mujer en un afán de limpiar su imagen de mujeriego, pero tras un par de años de aburrido matrimonio, la engañó. A su favor jugaba el hecho de confesarselo esa misma noche. Pero ella lo perdonó…; y él repitió. Y ella le volvió a perdonar haciendo de su relación una simple fachada en la que él hacía y ella pasaba por alto. Se sobresaltó al escuchar la puerta cerrarse de nuevo y ver aquella mano apoyada en la puerta con fuerza; casi dejó de respirar.

Qué tonta había sido al pensar que saldría ilesa de un encuentro así... Ella había accedido a subir hasta su apartamento, al apartamento que compartía con su mejor amiga. Después de una deliciosa cena en uno de los restaurantes del barrio él la había engatusado para tomarse una última copa en casa. Y ella accedió sin pensárselo dos veces.

Supo lo que se proponía cuando lo escuchó trastear entre los CDs buscando algo de «buena música». Ella pensaba que estaría solo un rato y que se iría sin darle lugar a que intentara nada con ella. Pero no fue así, al contrario. Él sirvió dos copas de brandy y se sentó junto a ella en el sofá en un gesto que denotaba indiferencia, pero que parecía estar calculado al milímetro, se quitó la chaqueta del traje, se desanudó la corbata y descansó el brazo en el respaldo del sofá.

No le miró en ningún momento porque sabía que si lo hacía estaba perdida, que se dejaría llevar por esos ojos negros que la atormentaban en sus sueños y no quería torturarse también en la vida real.

Sintió el cálido aliento en la curva de su cuello y apretó sus muslos.

Lo iba a hacer...

Lo iba a hacer y no estaba segura de si era una mala o una buenísima idea. El deseo le quemaba por dentro; fuego líquido corría por sus venas, y no sabía cómo aplacarlo, cómo controlarlo... Cómo apagarlo.

Los labios de aquél hombre, que hacía tiempo se había adueñado de su corazón, rozaron la piel expuesta, justo debajo del lóbulo de la oreja.

Gimió...

Gimió y cerró los ojos dejándose hacer. Abandonándose al momento, sin fuerzas para luchar más.

No... No quería luchar más.

Él notó cuando había cambiado de opinión al escuchar ese lamento salir de aquellos sonrosados labios.

No podía verla con claridad, ya que hacía rato se había ido la luz, pero él la intuía, la adivinaba solo con ver su perfil al contraluz de la ventana del salón, creando  el momento perfecto.

Aún apoyado en la puerta, dejó caer la mano izquierda para sujetar su estrecha cintura; la apretó contra sí al mismo tiempo que volvía a besar su cuello. El roce de la cálida piel contra sus labios lo enloqueció. En un principio había pensado en ir lento, en ser suave, en ganarse cada suspiro, cada jadeo. Pero hacía ya rato que su erección se apretaba contra el pantalón; el deseo arrasó con la prudencia.

No estaba previsto, jamás pensó que al acercarse a ella, al sentir el pulso acelerado contra su boca, al olerla de cerca, se despertaran en él los más bajos instintos. Tenía que ser suya, tenía que poseerla, que saciar el hambre que sentía por la mejor amiga de su mujer.

¿Ella sabría?

¿Sabría que de un tiempo a esta parte su matrimonio era solo apariencia?

De un solo movimiento la giró y, sin darle tiempo a reaccionar, la besó.

Jamás en su vida había sentido unos labios así, cálidos, llenos, suaves... Labios que invitaban a ser besados, una, dos, mil veces.

Se encendió.

Se encendió porque ella estaba respondiendo al beso. Porque había abierto la boca, porque lo tentaba lamiendo, mordiendo... Porque lo estaba volviendo loco.

Notó cómo ella pasaba los brazos sobre sus hombros y agarraba su pelo con aquellas pequeñas manos; la cogió por las nalgas y la encaramó a sus caderas estampándola contra la puerta.

El beso se volvió más demandante, incluso exigente. Necesitaba más, necesitaba comerla, beberla... Necesitaba todo de ella.

Sus manos empezaron a recorrer el camino que le llevaría a la perdición. Apretó, cogió y amasó, sin saber exactamente lo que hacía. Y es que saber que la mujer que había deseado durante meses estaba completamente rendida entre sus brazos, le había llevado a un punto de locura sin retorno.

Deseo...

Necesidad...

Apretó su erección contra ella clavándola contra la puerta con fuerza. Las prendas que se interponían entre ellos no eran suficientes para mitigar el calor que desprendían ambos cuerpos. Un sentimiento salvaje barrió su sistema y, dejándose llevar por la bestia que habitaba en su interior, introdujo su mano por debajo del vestido a la vez que gruñía, mordía, lamía...

Estar con él era más de lo que podía manejar. Sentir aquellas rudas manos en su piel le enloquecía, le dejaba sin aliento. Sabía que ya no había marcha atrás, que estaba perdida... que había caído en sus redes.

Tomando consciencia de ese hecho decidió aprovechar el momento y dejarse llevar. Ya tendría tiempo de lamer sus heridas más tarde. Apretó el agarre de sus piernas y comenzó a mover las caderas, a frotarse, casi sin piedad, hasta que lo escuchó gruñir. Sonrió vanidosa y, cogiéndolo fuerte del pelo, lo separó de su cuello y lo miró a los ojos. Aquellos ojos negros que la embrujaron desde el primer día que lo vio.

El rubor cubría su pálida piel, y la agitada respiración hacía que su pecho subiera y bajara rápidamente.

No aguantó más. Verla totalmente entregada, ruborizada y con ese hambre en la mirada lo único que le provocaba era hundirse en ella, follarla de una vez. Por un lado le hubiera gustado tomarse su tiempo, disfrutar del momento, pero la ansiedad que sentía le estaba quemando vivo. Tenía que terminar con esa tortura, y tenía que hacerlo ya.

Apoyándola con más fuerza contra la puerta, estiró la mano para bajar el escote del vestido. Jamás en su vida había visto nada tan apetecible, tan perfecto, como el pecho que, impertinente, se elevaba hacia él. La dejó en el suelo por un momento para poder coger sus tetas; las apretó. Fuerte. Sin delicadeza ninguna.

Hacía tiempo que la música había dejado de sonar, pero no importaba. Lo único que quería escuchar eran los gemidos y jadeos que salían de esa boca. Bajó la cabeza y empezó a acariciar con la lengua el pezón. Pero no pudo contenerse y lo mordió.

Escuchar aquel grito de dolor lo excitó como nunca antes nada lo había excitado.

Pura pasión recorriendo sus venas. Sexo líquido impulsando el latir de su corazón.

Cogió su cara para besarla con rudeza antes de que sus manos vagaran por ese cuerpo creado para pecar. Notó cómo ella le mordía el labio y cómo le tiraba de nuevo del pelo. Notó cómo sacaba su camisa y la abría a la fuerza haciendo que los botones saltaran por los aires. Notó cómo las uñas pintadas de rojo se clavaban en su espalda... con fuerza. Y notó su humedad.

Sin poder esperar más, sacó su polla echó a un lado las braguitas de encaje y, apoyándola de nuevo contra la puerta, la penetró. El grito de placer que escuchó salir de su propia garganta le hizo ser consciente de que por fin estaba hundido en ella. La miró a los ojos, apretó la mandíbula y salió de su interior para volver a embestirla, fuerte.

Se movía rápido, intentando consumir de una vez el deseo que sentía por ella, pero no era suficiente. Daba igual lo rápido que fuera, los gruñidos que escaparan de su interior, los besos... Daba igual porque estaba a punto de correrse y lo único que deseaba era no salir de ella en la vida.

Su estrecha espalda golpeaba la puerta a cada movimiento, pero el dolor que pudiera sentir no era nada comparado con el placer que iba asolando su cuerpo. Desde el momento en que le había albergado en su interior, no había sido capaz de centrarse en otra cosa que no fuera él. Él en su interior. Él entrando y saliendo. Él apretando su culo y empujándola contra la puerta cada vez con más fuerza, cada vez con mayor rapidez. Él besando su cuello, su barbilla, su boca.

Solo él.

Pero fue cuando separó la cabeza un poco y la miró, cuando apretó la mandíbula intentando controlarse, cuando vio cómo una gota de sudor resbalaba por su sien derecha, solo entonces fue cuando se permitió deshacer el nudo de nervios que se había formado en su estómago dejándose llevar. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, disfrutando de uno de los mejores orgasmos de toda su jodida existencia. Y cuando ya estaba relajando sus músculos pensando que todo había terminado, al sentir la calidez del semen derramarse en su interior, él mordió con fuerza su barbilla, consiguiendo elevarla de nuevo a lo más alto.

Empezó a temblar.

Su cuerpo vibraba, preso de los espasmos después del orgasmo, por el esfuerzo de estar en esa postura... Y por el miedo.

Tenía pánico a enfrentarlo. A que le dijera que era hora de irse a su casa. No pensó en su amiga ni en su ex marido. No pensó en que acababan de follar como animales en la puerta de entrada. No pensó porque estaba aunando fuerzas para levantar la cabeza y mirarlo.

Tomando una profunda respiración se separó y se movió tratando de zafarse del agarre que la mantenía clavada contra la puerta.

Pero él ni se inmutó, porque no estaba por la labor de soltarla, porque todavía no había terminado con ella. Porque esto no había hecho más que empezar.

Volvió a sujetarla del trasero y afianzó su agarre para poder cargarla hasta el dormitorio. Necesitaba venerar ese cuerpo, ansiaba verla completamente desnuda,  quería probar cada milímetro de su piel.

Mientras caminaba con ella a cuestas y la besaba en el cuello, en la mejilla, en los  labios, sintió cómo ella negó con fuerza y se bajó de su regazo. En ese momento fue como si le hubieran arrancado una extremidad, y más teniendo en cuenta que aún seguía dentro de ella y su miembro no estaba aún completamente erecto.

Dolió.

Dolió físicamente, pero también de otra manera en la que no quería profundizar. Observó cómo, presurosa, y sin mirarle a la cara, se colocaba el vestido de nuevo en su sitio y peinaba su melena con los dedos.

Pero abrió los ojos como platos al tiempo que su corazón empezaba a martillear en su pecho cuando le vio coger el abrigo del sofá y correr de nuevo hacia la puerta.

No...

No se podía ir así. Todavía no había terminado con ella; necesitaba más, mucho más de esa noche.

Dio dos grandes zancadas, mientras él se colocaba también la ropa, y le sujetó de la muñeca antes de que pudiera poner la mano en el pomo de la puerta.

Entonces la vio. Solo entonces vio a la mujer a la que acababa de follar como un animal, y algo en su interior se removió intranquilo. Era ella... Era la mujer con la que acababa bromeando todas las noches, con la que discutía por la obra de teatro que acababan de ver. Era la mujer que, cuando lo miraba, hacía que una sonrisa involuntaria saliera de su boca.

Una vez la tuvo sujeta, tironeó un poco para hacer que se girara y poder mirarla de frente, pero no estaba preparado para observar las lágrimas rodar por aquellas sonrojadas mejillas. No lo estaba y, sin pensar, sabiendo que el siguiente paso que iba a hacer no lo había dado ni con su mujer, un ruego salió de su boca.

—Quédate... —pidió con voz enronquecida—. Por favor... Quédate.

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